El campo conservador de América Latina en concreto, pero también el de Occidente, aseveraba, felizmente, que la Ola Bolivariana desatada por la victoria de Hugo Chávez en 1999 estaba llegando a su fin, “cambio de ciclo” lo llamaban, como si hubiera sido un proceso orgánico de las sociedades gobernadas por la izquierda.
Como si la realidad estuviera demostrando el clásico argumento que acusa a la izquierda de no saber gobernar porque “la teoría es muy bonita, pero nunca funciona en la práctica“. Sin embargo, los países de la órbita bolivariana no perdieron los gobiernos en elecciones. Manuel Zelaya en Honduras sufrió un golpe de estado militar al igual que Jean-Bertrand Aristide en Haití, Dilma Rousseff en Brasil y Fernando Lugo en Paraguay fueron despojados del poder mediante golpes de estado modernos, basados en el lawfare. Ecuador sufrió la traición de Lenín Moreno, que se presentó como hijo político de Rafael Correa, y está gobernando de espaldas al programa electoral que consignó ante el pueblo.
Hubo un momento en que ese “cambio de ciclo” casi se materializa en la realidad. El fallecimiento de Hugo Chávez, y el consiguiente golpe de estado a un, erróneamente infravalorado, Nicolás Maduro que continúa hasta hoy, supuso un cuento de la lechera que consideraba conseguido el derrocamiento del chavismo, y consiguientemente junto a él los de los gobiernos de Cuba, Nicaragua y Bolivia, al ser dependientes en gran parte del petróleo y otros recursos hidrocarburos de la nación caribeña.
Sin embargo Venezuela resistió lo suficiente como para ver llegar a la izquierda de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al gobierno en el poderoso México, lo que supuso un sustento al gobierno de izquierdas venezolano fuera de toda duda, que ha permitido no solo el mantenimiento de Nicolás Maduro en el poder, sino el avance de su ejecutivo, que ha sido capaz de anular a Juan Guaidó y entablar un diálogo con la oposición, cuyos acuerdos ya se están aplicando e impactando de manera positiva en la sociedad venezolana.
La cuestión es que Estados Unidos, la Unión Europea y las oligarquías nacionales de los países latinoamericanos se habían creído el discurso del “cambio de ciclo” hasta romper los límites de la realidad, por lo que la recuperación de la izquierda no es suficiente interpelación para su cambio de estrategia.
De ahí que el bloqueo -inhumano en cuanto a las 40 000 muertes provocadas por él- estadounidense a Venezuela siga vigente cuando ya no existen las condiciones que eran requisito en el propio relato de la administración de Donald Trump: la mayoría de la Comunidad Internacional apoya a Nicolás Maduro, Juan Guaidó no logra reunir, literalmente, ni a 50 personas en sus convocatorias, no existen manifestaciones masivas contra el gobierno, ni el ejército se ha puesto del lado de los golpistas, e incluso la oposición se sienta a hablar con Maduro, lo que implica de facto su reconocimiento como presidente de Venezuela.
De ahí que en el verano de 2018 se intentase un golpe de estado contra el gobierno sandinista de Daniel Ortega. De ahí que hoy en Bolivia se ensaye un golpe de estado basado en el modelo venezolano, solo que con el “fraude electoral” como motor del mismo en vez del concepto “dictadura” usado en Venezuela, y con el expresidente Carlos Mesa en el papel de Guaidó, muy acertado en cuanto a los vínculos con el narcotráfico que tienen ambos.
El relato neoliberal contra la democracia boliviana se basa en un supuesto cambio de tendencia después de un retraso de las últimas actas. Un argumentario apoyado por la Organización de Estados Americanos, que desde hace varios años se ha plegado a los intereses de los gobiernos turnistas de EEUU, más aún que cuando los norteamericanos la fundaron durante la Guerra Fría para impedir la expansión del comunismo soviético por América Latina.
Sin embargo, la realidad es que no ha existido un cambio de tendencia, sino una consolidación de la misma. Evo Morales estaba rozando el 46% y Carlos Mesa el 37% antes del punto de inflexión señalado por la oligarquía en sus medios de comunicación.
Ese punto de inflexión, que dijeron que era el 11% de los votos o el 13% según las ganas de desinformar de quién lo expresase, era en realidad del 17%, porque los medios de comunicación del campo conservador no supieron, o no quisieron saberlo, o, lo que es peor, lo sabían y engañaron a propósito a sus audiencias, haciendo pasar el dato de las actas transmitidas como actas verificadas (ya contadas).
Ese 17% era del ámbito rural boliviano, que a causa de su situación geográfica y la infraestructura del país, tarda más en llegar. Esa zona es en la que Evo Morales más apoyo conserva. De allí quedaban 850 000 votos por contar, de los que Morales solo debía obtener 250 000 para hacerse con la victoria en la primera vuelta, algo muy sencillo, ya que si había conseguido un 46% incluyendo las zonas donde menos apoyo tenía, conseguir un promedio superior al 30% donde más se le quiere, políticamente hablando, era una obviedad.
Esos datos no han sido parte de la información de los grandes medios, ni tampoco del análisis electoral de la OEA, que han robado el contexto para poder manipular contra las elecciones bolivianas, abriendo el escenario golpista contra Evo Morales, presidente constitucional de Bolivia. La realidad rompe el “cambio de ciclo” esperado por la derecha, que todavía insiste en aplicar una estrategia pensada para un escenario superado por el tiempo.