Coronavirus. COVID-19.
Cientos de miles, tal vez millones de infectados en las próximas fechas. Sin duda la mayor tragedia colectiva que a la mayor parte de los que ahora poblamos el planeta nos ha tocado vivir.
Una tragedia colectiva sin precedentes, que obliga a las personas a refugiarse en sus hogares, a renunciar a su modo de vida, y a preocuparse casi exclusivamente por la propia supervivencia y la de los suyos.
Una enorme amenaza que como suele ser consustancial con la naturaleza humana (por eso estamos todavía aquí después de un par de millones de años), saca lo mejor de nosotros mismos. Pero por desgracia, no de todos.
Esta pandemia también ha contagiado de gravedad a algunas instituciones que hasta ahora parecían precisamente garantes de seguridad. Y eran además referencia de lo que en el inconsciente colectivo significaba la confianza en el futuro, la firmeza y el indudable sólido apoyo ante las situaciones más comprometidas.
Pero nada más lejos de la realidad. Como al rey del cuento, tan recordado estos días, el coronavirus ha mostrado ante todos su impúdica desnudez.
Empecemos por la Iglesia. Podrida y corrompida como todas las instituciones que se perpetuán sin unos adecuados controles en el poder, descomponiéndose cual cadáver putrefacto tras veinte siglos medrando a costa de los menesterosos y merced al apoyo de los poderosos.
Prostituyendo siglo tras siglo el hermoso mensaje de su fundador que, querámoslo o no, hasta los más recalcitrantes ateos hemos de reconocer que en muchos aspectos continúa siendo revolucionario, trasgresor y con un fondo admirable de amor y paz. Nada más lejos de la doctrina aplicada por sus acólitos.
¿Dónde está ese sacrificio por el prójimo? ¿Dónde esa entrega a los demás, esa abnegación ante la adversidad, ese espíritu de ayuda desinteresada a todos aquellos que lo necesiten?
Ni una palabra siquiera.
El más torpe de los alumnos de la peor escuela de marketing hubiese sido capaz de reconocer inmediatamente la oportunidad pintiparada de haber asumido un protagonismo estelar, compareciendo públicamente ofreciendo de una manera absolutamente desinteresada y generosa la total disponibilidad de todas las escuelas y templos de confesionalidad católica.
Poniendo no solo las mismas al servicio de la población, sino incluso también la colaboración de todos los curas y monjas con su trabajo diario en función de sus capacidades, y de las necesidades que fuese generando la evolución de la pandemia.
Pero no. Vale más esperar a que escampe, y no perder los privilegios tan santamente adquiridos. Ni los edificios tan sólidamente mantenidos, gracias en parte a haber paseado al innombrable bajo palio, y al gran número de tragahostias que mantenían entre sus filas los que vinieron después.
Y encima pretenderán que agradezcamos el hecho de que apliquen sus redobladas oraciones a la superación de la crisis, intentando hacernos creer, ya lo verán, que si finalmente superamos la pandemia, ello habrá sido precisamente gracias a la intervención divina.
Eso, señores, no vale absolutamente para nada.
Y ahora vamos con la otra institución, la monarquía, de la que me cuesta encontrar algo que no se haya escrito ya acertadamente estos días por plumas más brillantes que la mía.
>>El discurso del rey: demasiado tarde y vacío de contenido esencial<<
Así que, como parece que hay consenso en lo inane del discurso y en su total fatuidad, en su ausencia de compromiso y en su alejamiento de la realidad, no cabe más que solicitarles a todos ustedes por favor reflexionen sobre la idoneidad y conveniencia del mantenimiento y la pervivencia de esta sacrosanta institución.
Esperando tras sus conclusiones presionen cada uno en la medida de sus posibilidades a nuestros próceres, a fin de que una vez superada esta prueba, nos permitan pronunciarnos sobre si de verdad preferimos que uno de entre nosotros sea inviolable merced a su nacimiento, o bien preferiríamos poder elegir libremente al que consideremos más capacitado (aunque no haya nacido de un útero con pedigrí), como presidente de la República.
Por favor, cuidaos.
Y respetad el aislamiento.
Salud y Republica.