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Esquivar la muerte por coronavirus, historia de miedo en Guayaquil

El  27 de enero de 1883, el eminente embajador inglés Frederick Dufferin, pasaba unos días en la casa campestre de un amigo en Irlanda.

En la madrugada se despertó angustiado y miró algo extraño por la ventana: entre los arbustos, una figura humana de baja estatura, con joroba, que llevaba en hombros un pesado ataúd.

El pequeño ser se detuvo frente a la ventana, colocó el cajón en el césped y mirando en forma atrevida a Dufferin, empezó a levantar la tapa de aquel féretro aún cuando no era posible ver lo que había dentro.

Dufferin tomó su revólver y le preguntó con rudeza, ¿quién es, qué hace a esta hora con un ataúd? Pero el duende se limitó a desaparecer con su macabra urna. 

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Años después, Frederick Dufferin fue invitado a una gala en el “Gran Hotel” de París. Al llegar, se dispuso a subir en el ascensor, cuando vio de inmediato al ascensorista. Aquel individuo era el pequeño hombre que lo había visitado años antes con el ataúd en la casa de campo de Irlanda.

La puerta del elevador se cerró y este comenzó a subir cuando un fuerte ruido de cables chirrió acompañado de gritos de pánico. El elevador se había precipitado desde el tercer piso estrellándose en el sótano.

Todos los ocupantes murieron por el impacto, no así Dufferin quien no había puesto un pie en el ascensor pues cuando vio al ascensorista, retrocedió y subió por las escaleras. Así fue cómo Frederick Dufferin esquivó al duende de la muerte. Esta historia ha trascendido como un clásico inglés sobre sucesos extraños. 

El siguiente relato sucede en Guayaquil. En medio de la pandemia que vivimos por el COVID-19, se ha creado una comitiva compuesta por una variedad de funcionarios, encargados de realizar una tarea amarga: la recolección y entierro de cadáveres.

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Amarga, porque es justo reconocer el dolor que representa a cualquier funcionario público levantar muertos, y con ello vivir el drama de sus familias. Sí, es amarga para ellos, pero especialmente para los ciudadanos, porque como sea queremos escapar a la visita de esta comitiva, así como Frederick Dufferin esquivó al duende de la muerte. 

Jorge Wated Reshuan, líder de esta comitiva, ha señalado como un acierto que lo primero que se solicitó y autorizó fue un solo documento para sepultar a una persona sin vida en el contexto de la emergencia sanitaria.

Ese documento es el certificado del INEC, el mismo que se tiene del Registro Civil para contar con esa persona como fallecida”. “La segunda semana de trabajo se ve resultados, el número de fallecidos que nos toca recoger son 55, esos nos ponen al día. Un camposanto antes enterraba 30 y 40 personas, ahora hasta 150 personas”. “Hay que ir con delicadeza, retirar el cadáver, entregar el certificado a los familiares…“. “La misión de hoy es retirar 98 hermanos fallecidos en viviendas que tenemos pendientes”.  Estas declaraciones han sido publicadas por Diario El Comercio y vía Twitter.  

Aunque es cuestionable la utilización de ataúdes de cartón que se ha evidenciado, se debe reconocer que Wated está haciendo -a mi modo de ver- un buen trabajo dentro de las posibilidades. Al ritmo que va, presiento que la gestión de su comitiva sí va a frenar que sigan apareciendo cadáveres en las veredas, evitando con esto la proliferación de otras enfermedades.

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El problema es que el indicador de gestión en la emergencia sanitaria, no puede ser el número de cadáveres recogidos (ni se debería hacer alarde de eso), debería ser el número de muertes evitadas, como señala Byron Villacís, exdirector del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC). En ese sentido, parece que ya nos olvidamos de la prioridad.  

A la fecha que escribo esta colaboración, 7 de abril de 2020, en un hospital de campaña de 142 camas instalado en Bérgamo con la ayuda internacional de Rusia, se está tratando a pacientes diagnosticados con la infección por coronavirus.

Madrid atiende a pacientes con dificultades respiratorias en un hospital de campaña de 500 camas ubicado en la feria de Madrid.

El Central Park neoyorquino acoge un hospital de campaña de 70 camas para pacientes con coronavirus mientras los militares preparan otro hospital móvil de 2.500 camas.

Y Londres abrió un hospital de campaña con capacidad para 4.000 camas en un centro de conferencias.  

Estas ciudades que he mencionado tienen en común con Guayaquil que sus autoridades estiman que cada una tendrá más de tres mil quinientos muertos por coronavirus.

Lo que no tienen en común, es que solo en la urbe sudamericana hasta el momento no se instala (quien sabe si más adelante) ni un solo hospital de campaña, para atender la avalancha de pacientes con problemas respiratorios que están en las calles ahogándose.

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Así como tampoco se ha pedido ayuda internacional para aquello. Eso sí, acá los beneficiados en el pago de 324 millones de Bonos Global 2020, obtuvieron el dinero (que tanta falta nos hace) en medio de la peor crisis sanitaria que hayamos enfrentado. Con parte de esos recursos y con ayuda internacional (de Cuba por ejemplo), se podría mejorar ostensiblemente la capacidad hospitalaria que se ha probado insuficiente.

Así vivimos en esta crisis sanitaria, los Frederick Dufferin guayaquileños no sabemos qué hacer para esquivar a la muerte. Como sigan sobresaturados los hospitales de esta ciudad, quien se quebranta con problemas respiratorios está más cerca de recibir la visita de la comitiva de recolección y entierros, que de conseguir oxígeno o un respirador. 

Esta historia de miedo no es un “clásico sobre extraños sucesos en Guayaquil”, es la triste realidad que vive la Perla del Pacífico durante la pandemia.      

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