El capitalismo es un monstruo de dos caras. Cuando las cosas van bien (o cuando las cosas le van bien al capitalismo) su cara es la del paternalismo. Un paternalismo disfrazado de generosidad, de benevolencia, aunque sólo es una forma de opresión y propaganda. El capitalismo necesita la pobreza para poder dar limosna.
Pero cuando al capitalismo le va mal muestra su auténtico rostro, el del egoísmo desmesurado. La relación entre egoísmo y paternalismo es de naturaleza dialéctica: son conceptos que se van modificando constantemente, según los intereses del momento.
Una de las mejores descripciones de la economía capitalista es la que lo compara con un motor. Un motor que absorbe los recursos desde abajo, los transforma y los impulsa hacia arriba, en forma de beneficios para unos pocos.
Así, la riqueza se va concentrando, cada vez más, en menos manos. Un proceso que, en tiempos de crisis, se acelera rápidamente (aunque pueda parecer paradójico). Es un sistema que no se puede cambiar si no se transforma la esencia misma del capitalismo: si no cambiamos ese flujo de la riqueza, nada podrá cambiar.
El capitalismo como organización del egoísmo es el orden más perfecto y más humano que hemos podido crear. (Robert Musil).
Frente a esta situación, los gobiernos poco pueden hacer. Son entidades temporales, con unos objetivos cortoplacistas que, en la mayoría de los casos, no van más allá de las próximas elecciones.
Dice el ladrón que todos son de su condición. El capitalismo interpreta que la sociedad sólo está motivada por su interés egoísta, que todos nosotros somos egoístas (lo somos), tan egoístas como el propio sistema, y lo que hacemos es intentar satisfacer ese egoísmo. Y eso se traduce en la búsqueda de maximizar nuestro beneficio. Como hace el capital. Pero es el sistema capitalista el que nos fuerza a fomentar nuestro egoísmo.
Hay que mirar cómo el actual sistema se ha enfocado en las ganancias, en hacer dinero. Con este egoísmo se ha olvidado lo social. (Muhammad Yunus).
El capitalismo se basa en el dinero como un medio para sus transacciones. Ese dinero no tiene carácter propio, sino que somos nosotros los que le asignamos el valor que se le da (y no su valor real). Es ese valor que nosotros le otorgamos el que convierte el dinero y, por extensión, el capitalismo, en un poder por sí mismo. Ese es el problema, el valor que no tiene y que la sociedad le otorga.
La explotación funciona y sobrevive porque se ha fundamentado en el egoísmo del ser humano, que el capitalismo ha convertido en una auténtica ideología, casi en un arte. Sólo hace falta ver la publicidad que utiliza para vendernos cosas que sabemos que son inútiles, pero que, aun así, seguimos comprando.
El egoísmo que se fomenta en el capitalismo, centrándose en el fanatismo por el dinero, se ha construido en nuestra sociedad a lo largo de los siglos. Ha permeado tanto nuestra sociedad que será difícil salir de él.
Pero algunos sectores ya han comenzado a dar los pasos necesarios: se han dado cuenta de que es necesario salir de un sistema que depreda recursos, derechos, personas y al planeta. En este panorama, los períodos de crisis no permiten ser demasiado optimistas.
No es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que nosotros recibimos nuestra comida, sino porque ellos tienen su propio interés (Adam Smith).
El interés propio es una de las más poderosas características de los seres humanos, pero no es el único elemento de importancia. En realidad, si todos fuéramos exclusivamente egoístas, nuestra sociedad ya se hubiera paralizado.
Pero el ser humano no es totalmente egoísta, tal como creen los defensores del libre mercado. Si fuese así, sería imposible mantener un sistema como el capitalismo, donde los asalariados hemos perdido la propiedad sobre el resultado de nuestros esfuerzos, y los defensores del liberalismo económico están dominados por el ansia de acumulación de beneficio.
Hoy día podemos definir ese egoísmo con el concepto de plusvalía, que no es más que el robo institucionalizado y legal por el que el capital se apropia de parte de los beneficios generados por el trabajo de los asalariados para que el sistema siga funcionando.
Ante la crisis del coronavirus, igual que ha pasado con otras muchas, surgen las perspectivas para evidenciar lo absurdo y egoísta que puede ser el capitalismo.
Decía Aristóteles que el mayor enemigo de la polis griega era la hybris, la desmesura, la falta de límites. Se trata de uno de los males que afecta al capitalismo, en forma de una economía que no coincide en sus intereses con la sociedad, pero que consume todos los recursos que encuentra a su alcance. Y la crisis sanitaria en la que nos encontramos metidos es una muestra de ello.
El capitalismo ha ido recortando recursos de nuestro sistema sanitario, en aras de su propio beneficio, para ahora encontrarnos con un sistema debilitado, material y personalmente, e insuficientemente capaz de reaccionar.
>>El coronavirus hace resurgir el debate entre sanidad pública o privada (I)<<
Sólo gracias a la labor de muchas personas superaremos esta crisis. Pero no será gracias al capitalismo. Eso sí, vuelve a mostrarnos su paternalismo cuando un gran empresario (y presunto de muchas cositas) “regala” a la sanidad un envío de mascarillas, y al estado le “regala” un ERTE para sus trabajadores… y encima se le aplaude.
Otro ejemplo de la depredación capitalista. La lógica diría que, ante una pandemia global como la que estamos viviendo, los sistemas de prevención de la enfermedad deberían ser más baratos y accesibles para la ciudadanía. Sin embargo, hemos visto como algunos artículos han disparado sus precios hasta límites exorbitantes.
Pero el ejemplo más paradigmático de la depravación del capitalismo es la situación en los Estados Unidos, donde las pruebas para detectar el coronavirus cuestan miles de dólares; donde sus políticos están dispuestos a asumir la muerte de miles de personas, sin inmutarse, y ceder a las presiones de las élites económicas para no paralizar la economía; o en lugar de habilitar espacios para los indigentes, les pintan líneas en el suelo para que respeten la distancia de seguridad mientras duermen en el suelo.
El capitalismo no produce armas para las guerras, sino guerras para las armas. (Günther Anders).
El egoísmo capitalista ha hecho que nuestra mayor preocupación, más allá de la crisis de la pandemia, sean las consecuencias que tendrá para la economía, una vez que se “normalice” la situación. Estamos llegando a un punto en que la economía se ha convertido en una “enfermedad” social, como la denominan algunos expertos.
Y nos pasamos la vida atemorizados por la posibilidad de que el capitalismo vuelva a contraer una “enfermedad” (véase crisis) que nos vuelva a golpear otra vez. ¿Es más importante cuidar el bienestar de la economía que el bienestar de las personas?
El capitalismo es un sistema enfermo, cada vez más vulnerable a todo tipo de crisis sistémicas. Pero aún sigue siendo un sistema todopoderoso, que está luchando por sobrevivir, a cualquier precio.
Lo demuestra que la crisis económica que se nos viene encima no es consecuencia de la pandemia, sino fruto de una crisis cíclica. El coronavirus puede convertirse sólo en el disparador de la nueva crisis que hace tiempo que se gesta, en una economía ya muy debilitada. Es decir, será la excusa perfecta. El problema será saber si hemos aprendido, creo que no, de los errores de la última crisis.
>>Análisis de las medidas contra el coronavirus anunciadas por Pedro Sánchez<<
Las medidas que ha adoptado el gobierno aún deben superar lo peor de la crisis, que llegará en el momento de recuperar la actividad económica. Será entonces cuando se tendrá que probar si esas medidas servirán para evitar un nuevo ciclo de crisis. Además, habrá que tener en cuenta los cambios en los hábitos de consumo, las relaciones laborales, etc.
El coronavirus nos ha demostrado la fragilidad de la economía capitalista. Y eso implica que debemos prepararnos para iniciar transformaciones radicales para mantener los niveles de producción. Pero, sobre todo, debemos buscar la forma de crear un nuevo sistema de distribución de la riqueza.