Es lunes. Son las cinco y cuarto de la mañana y un grupo de unas siete personas espera el primer autobús de la mañana que los lleve desde Fuensalida (Toledo) a Madrid. Están allí porque tienen que trabajar. No están por capricho. No están por gusto.
No viajan para visitar a amigos, para irse a su segunda residencia ni para saltarse el confinamiento por cualquier otro motivo. Están en esa parada de bus aquella fría mañana, en aquel lunes trece de abril del año dos mil veinte, porque los de arriba (sus jefes) han decido hacer caso a los de más arriba (los gobernantes) y los mandan a currar.
Es el primer lunes después de Semana Santa. «Lunes de gloria», así lo llaman algunos. A pesar de que en toda Castilla – La Mancha (incluyendo Toledo) es fiesta, en Madrid es día laborable, por lo que el autobús tiene que llegar puntual a aquella parada de las afueras de Fuensalida.
De hecho, no es un día laborable más, ni mucho menos: es el primer lunes en el que los trabajadores de algunos sectores no estratégicos, como la industria o la construcción, deben de volver al trabajo después de que el gobierno de Sánchez cesara las actividades no esenciales desde el treinta de marzo al nueve de abril, extendiéndose el parón hasta ese lunes por haber coincidido unos días después con las fiestas de Semana Santa.
La mayoría de los que esperan al autobús son obreros de la construcción: en un pueblo como Fuensalida, con una economía débil característica de los núcleos rurales cercanos a Madrid (la localidad toledana se encuentra a escasamente cincuenta kilómetros de la capital), son muchos los trabajadores que viven allí y se tienen que desplazar cada día hasta sus puestos de trabajo.
Los ánimos están bajos. Hace frío, todavía es de noche y a aquellos trabajadores no les convence la idea de tener que volver al trabajo. «Mi actividad no es esencial. No sé cómo voy a ayudar a salir de la epidemia poniendo ladrillos», me comenta Francisco, un albañil de 50 años de origen colombiano.
Paquito (como prefiere que le llamen) lleva la voz cantante del grupo de obreros e intenta bromear con la situación: «llevo viviendo en España casi quince años y es la primera vez en mi vida que me cojo vacaciones. Es una lástima que se acaben ya».
Además de obrero, Paquito es persona, aunque algunos no lo quieran ver. Tiene familia, como todos, incluso nietos, y me comenta que viven con él. «Cuando vuelva de trabajar, no voy a poder abrazar a mis nietos. Quieren que empecemos a trabajar para que volvamos a la normalidad cuanto antes, pero la normalidad no es solo levantarse a las cuatro y media de la mañana para coger un autobús. La normalidad también es poder pasar tiempo con la familia y yo no voy a poder hacerlo».
«Me encantaría decirle a mi jefe que no quiero ir a currar, que me da miedo, pero no puedo hacerlo», me sigue contando. «A pesar de que la ley nos protege y de que soy un trabajador legal dado de alta en la Seguridad Social y de que puedo negarme a ir a la obra, pues hay causas mayores que prefiero no contarte que me librarían de ir, una parte de mi salario es en negro y no puedo renunciar a él. Soy el único de mi familia que lleva dinero a casa. Si dejo de trabajar, dejamos de comer. Pero de verdad me da miedo volver a la obra».
Paquito no es el único que tiene miedo a contagiarse. Empiezo a hablar con Juanjo, un ecuatoriano de 35 años que lleva más de once viviendo en España: «me da mucho miedo contagiarme. Soy asmático y temo que, si pillo el coronavirus, no lo pase solo como un resfriado, pero hay que hacerlo. Además, soy bastante hipocondríaco (risas). Un compañero de mi curro nos ha dicho por el grupo de WhatsApp del trabajo que tiene síntomas y voy “cagado”. Me duele el pecho solo de pensarlo».
Además de preocuparse por su propia salud, a Juanjo no le hace gracia que el resto de sus «compañeros de clase» tengan que volver también a trabajar: «me siento como un conejillo de indias. Siento que están experimentando con nosotros (con los obreros) para ver cómo evoluciona “lo de la curva” ahora que empezamos a trabajar. Somos su experimento y parece que les da igual llevarnos derechos al matadero».
Justo en ese momento, pasa una patrulla de la Guardia Civil frente a nosotros y el ambiente se tensa. A pesar de que la mayoría de los trabajadores llevan su salvoconducto para poder viajar, Cristina, una mujer divorciada de 40 años madre de dos «niñas preciosas», me cuenta que ella no lo tiene: «yo trabajo limpiando portales en una comunidad de vecinos. Trabajo en negro, no he dejado de ir a trabajar ningún día y sé que está mal, pero no puedo hacerlo. También sé que si la Policía me para, me va a multar, pero tengo que asumir las consecuencias y hacerlo. ¿Me va a pagar el gobierno el alquiler de mi casa? Porque he leído no sé qué de una moratoria para las rentas de los alquileres, pero dile tú eso a mi casero, si no tenemos ni contrato». Para acabar, manda un mensaje al presidente del gobierno: «a ver si Pedro Sánchez lee esto y me paga él el alquiler (risas)».
Por fin aparece al autobús al otro lado de la rotonda y los trabajadores empiezan a hacer fila para subir a él. No quieren ir. La mayoría de ellos sabe que su trabajo no es necesario, saben que no son héroes. A ellos nadie los aplaude a las ocho de la tarde, son perfectamente conscientes de que no van a salvar vidas cimentando una obra. Pero tienen que comer.
La pandemia provocada por el coronavirus ha conseguido paralizar muchos aspectos de la vida, pero la precariedad no ha sido uno de ellos. La precariedad sigue vigente y no tiene pinta de que una epidemia mundial vaya a cargársela.