Viktor ha sido identificado como positivo y debe ser recluido de inmediato. El ghetto hospitalario al que lo han confinado está sobrepoblado. En su habitación hay diez camas, todas ocupadas, una de ellas por una mujer anciana que se debate entre la vida y la muerte.
Los pasillos del ghetto están saturados por cientos de personas que transitan angustiadas y presurosas. Los celadores están ataviados de mascarillas raídas y ropas de protección incompletas, gastadas, insuficientes. Por las ventanas se filtra un aire tibio y húmedo y un hedor escatológico.
La humanidad ha ralentizado su dinámica de producción-consumo-desecho y se mueve ahora en cámara lenta, pero el virus no; el virus se expande como aquella peste de los años ’40 en Europa, aquella otra del siglo XIV y todas las demás. Hay, sin embargo, otra pandemia que coexiste y cuyo virus también se presenta a diario: el hambre.
En Latinoamérica, la región más injusta del mundo en cuanto a distribución de la riqueza, el coronavirus se mezcla con la pobreza estructural y sumerge a un tercio de su población a elegir entre morir de hambre o de neumonía. Desde esa encrucijada, la instrucción de quedarse en casa es lacerante, es la disyuntiva entre Hiroshima o Nagaski en víspera del 6 de agosto.
Viktor, en medio del ghetto macondiano, febril y caótico, distingue el vacío existencial de los que se van. Descubre que aunque el virus es feroz e implacable, hay algunos que no han muerto por la enfermedad del cuerpo sino por la del geist, que, desde la precariedad conceptual de quien escribe estas líneas, se entiende como el espíritu o la ilusión movilizadora que necesitamos para enfrentar los retos más duros de la vida, la razón más poderosa para vivir, para desear vivir, para desear sobrevivir.
El Estado, como representación institucionalizada de la sociedad, tiene el rol de crear las condiciones para que sus ciudadanos y ciudadanas se desarrollen en el buen vivir, que es acaso el concepto más inclusivo y sostenible al que debe apuntar una sociedad contemporánea. En el buen vivir, las personas encuentran el ambiente para su desarrollo, para la protección de su familia y para dar sus mejores aportes a la sociedad.
Vuelvo a Latinoamérica, donde gobiernos y ciudadanía compran muy fácilmente el discurso del “Estado obeso” y la necesidad de emprender una pronta “reducción del tamaño del Estado”, lo cual deviene en precariedad de servicios públicos, ensanchamiento de la brecha de bienestar entre ricos y pobres y vacíos existenciales que le restan sentido a la vida, que nos debilitan el ánimo colectivo y nos roban hasta la esperanza.
No importa cuán potente sea la voluntad de las personas ni cuán generosos sus corazones, si la sociedad no tiene institucionalizada su acción colectiva, volveremos a vivir pandemias en las que el desorden, el pesimismo y la escasez maten a más personas que la propia enfermedad.
En el sálvese quien pueda de las políticas de austeridad siempre se postergan los derechos, se priorizan los mercados y al final el combate es la escalera. El que trepe a lo más alto pondrá a salvo su cabeza aunque se hunda en el asfalto la belleza (gracias, Aute, por tu latido).
Viktor conversa con sus vecinos de cama; algunos se contagiaron al salir a trabajar porque son pobres y el #QuédateEnCasa produce hambre. Enfermos de coronavirus y de desaliento escuchan a Viktor, quien intenta que cada uno de ellos descubra dentro de sí cuál es el sentido de sus vidas, su esencia, su logos.
Pero no es suficiente. Necesitará, esto lo descubre al final, que cada persona anhele -y de alguna manera crea que puede- vivir en futuros fraternales, solidarios que se construyen desde un Estado que priorice al ser humano sobre el capital.
Auschwitz, Macondo o Guayaquil, no importa la locación. Viktor ve la muerte muy cerca, la huele, la ve guardarse en cajas de cartón, pasearse entre las fosas comunes y volver a salir maquillada de neoliberalismo.
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