I
Necesariamente, aunque no es el asunto central de estos párrafos, habrá que volver sobre el significado originario del concepto y construcción social “trabajo”: el tripalium (tres palos) era un instrumento de tortura; la forma verbal tripaliare (que más tarde derivó en “trabajar”) hace referencia al sufrimiento de los seres sometidos a una dinámica repulsiva, antinatural.
Luego de una larga cadena histórica de consecuencias simbólicas trasladadas al funcionamiento efectivo de las sociedades (primero la feudal y esclavista; luego la burguesa temprana, la industrial y la post industrial). todo lo que se relaciona con el trabajo tiene origen y sentido de sufrimiento y vejación.
La cumbre de todo este aparato que niega el placer del ocio (negocio: negación del ocio) es la “celebración” del Día Internacional del Trabajador, como si la ejecución de unos activistas fuera motivo de fiesta o triunfo.
No puede ningún trabajador del mundo sentirse suficientemente honrado en un andamiaje consistente en la succión de su energía somática, para beneficio de Estados y corporaciones, las dos formas más acabadas de explotación inventadas por los poderosos.
II
Como la tarea de destruir el capitalismo es de lenta cocción y sus metas finales se perciben lejanas (fin de las formas de opresión, traslado del aparato de producción a las manos del proletariado, desaparición de la sociedad de clases, etcétera), los sindicatos del mundo han construido durante poco más de un siglo una especie de coreografía en la que, de manera real o aparente, los trabajadores van conquistando metas parciales o reivindicaciones: “derechos” y mejoras salariales.
Eso de los derechos y reivindicaciones implica el soportar un lastre tan pesado como difícil de eliminar: cuando un sindicato “logra” para los trabajadores un seguro médico que amplíe su cobertura, el compromiso de ser trasladados en transporte gratuito a sus hogares (después de ser debidamente vejados y exprimidos en sus maquilas u oficinas), el derecho a usar un uniforme y guantes nuevos, la reducción de las horas de esclavitud (perdón, de trabajo: tripalium), la traducción correcta de la conquista es: “humanización o suavizado de las condiciones de explotación”.
La explotación y el trabajo seguirán existiendo, pero eso sí: con condiciones, con normas. A la clase trabajadora siempre le dolerá la expoliación pero como a la empresa y al aparato burocrático parece que les duele mucho más, o debe dolerle, tener que invertir unos centavos en el cumplimiento de esos compromisos acordados con los sindicatos, entonces los trabajadores celebran una vez al año sus “conquistas” de clase.
III
Una de las peores burlas contra los proletarios del mundo (uníos o “desuníos”) es la calificación del trabajo como derecho. Miles o millones de manifestaciones, protestas y acciones extremas (huelgas, cierres de vías, confrontaciones con la policía, toma o quema de fábricas y sedes de la explotación), han tenido por objeto o como chispa inicial la exigencia de “más puestos de trabajo”. (Eh: somos pocos esclavos, exigimos ser más).
A veces la empresa privada absorbe ese impacto para calmar un poco las cosas, a veces o casi siempre lo hace el Estado. Y al final los análisis y resúmenes de la jornada hablan de las conquistas de “nuevos puestos de trabajo”, y casi siempre se saltan el hecho monstruoso de que los defensores de los seres humanos esclavizados han conseguido aumentar el número de seres humanos esclavizados. Felicitaciones.
IV
Tema aparte, doloroso e increíble como pocos el de la mujer trabajadora. Cuando las ciudades industriales estaban en el momento más acelerado o violento de su configuración, lo que a la distancia parece una conquista del feminismo, visto más de cerca no es sino otro triunfo de las formas de explotación.
Las mujeres, esclavizadas en sus hogares, “descubrieron” que salir de sus casas en busca de trabajo en empresas y en aparatos burocráticos las liberaba de un yugo, pero no terminan de ponerse de acuerdo en que esa liberación no es sino un cambio del ámbito territorial del sojuzgamiento.
Ya el tirano explotador no es el marido o patriarca sino el jefe de éste, otro patriarca y tirano explotador. El hogar que pulverizó sus aspiraciones durante siglos cedió paso a la fábrica, la oficina, el puesto con rótulo de “empleo o profesión independiente”. Saltar de una forma de opresión a otra, o a la misma pero perpetrada en otro espacio físico.
V
Y detrás o encima de las respectivas ilusiones o espejismos de felicidad, el ícono, tótem, símbolo, Dios o entelequia tras la cual todo ser humano oprimido corre ciegamente, como si se tratara del mayor trofeo: el salario. La monetarización de la humillación máxima: eres “más feliz” a medida que ganas más dinero por tu explotación.
Desarrollar este punto nos obligaría a entrar en el complejo territorio del salto real o aparente entre una clase y otra, así que anotemos por acá la conclusión obvia: no “subes” de clase social, simplemente te conviertes en un esclavizado mejor remunerado que otros.
VI
Pero se supone que, a pesar de todas esas incongruencias, de la evidente fragilidad de todo ese aparato y del proceso de envejecimiento de esa coreografía “representantes de la clase trabajadora-representantes del Estado-representantes de los empresarios”, el sistema funciona o parece seguir funcionando, y el rol de los gremios amoldados a ese funcionamiento será seguir mostrando conquista tras conquista y reivindicación tras reivindicación, hasta que el sistema colapse. ¿Y si no colapsa? Que sí, que va a colapsar irremediablemente. Solo que los lectores de este artículo no estaremos vivos para presenciarlo y disfrutarlo o padecerlo.
Entonces vayamos directo al caso Venezuela, que se supone es a lo que venimos (los escribidores venezolanos a veces escribimos cosas sobre Venezuela).
En un país donde todos los cánones del funcionamiento de la ciudad capitalista industrial están destruidos o en acelerado proceso de destrucción o reinvención (las empresas y oficinas burocráticas, la infraestructura productiva, la relación entre Estado y empresarios, entre empresarios y trabajadores, entre trabajadores y Estado) es ridículo seguir pensando en factores como los sueldos, salarios y derechos, como en los artefactos que “miden” los niveles de miseria, felicidad o calidad revolucionaria de sus procesos.
Pero, increíblemente, los analistas de derecha y de izquierda, chavistas y antichavistas, tendemos a seguir pensando en esos términos. A quedarnos atrapados entre las cuatro paredes y el bajísimo techo de esas categorías de análisis, tan desvencijadas y en quiebra como la sociedad que se empeñan en mantener a flote.
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