Según la Real Academia Española, la palabra “elegía” es definida como “la composición lírica en que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otro acontecimiento infortunado”.
Este humilde plumilla, consternado por la inesperada muerte de Carlos Ruiz Zafón, no puede dejar de lamentar su pérdida. En primer lugar, por la tremenda injusticia que supone el fallecimiento de un ser humano antes de lo presumiblemente esperado (contaba cincuenta y seis años).
En segundo lugar, porque creo que este hombre logró alumbrar una de las cumbres de la literatura en castellano, y no exagero. Todo ello por medio de su obra “La sombra del viento”.
Carlos Ruiz Zafón nació en Barcelona en 1964, trabajó en un principio como publicista, pero sus innegables dotes y su afán profesional le llevaron a Los Ángeles, donde realmente triunfó como un reputado y cotizado guionista.
Cierto día, me formularon con ocasión de un evento la manida y poco original pregunta de que tres libros me llevaría a una isla desierta, y mi respuesta indudable fue que “El Quijote”, “El barón rampante” de Italo Calvino (una genial metáfora sobre un barón que decide vivir sobre los árboles y por ende consigue una perspectiva de los problemas humanos que pienso todos deberíamos, de ser conscientes, intentar buscar), y evidentemente “La sombra del viento”.
Esta última es una genial novela, articulada espectacularmente como esas muñecas rusas que aparecen casi idénticas una tras otra, y en la que el autor consigue aunar lo que para mí son las dos claves de la buena literatura (aparte del famoso McGuffin de Hitchcock que siempre está presente).
En dicha obra se evidencia un exhaustivo conocimiento y dominio del riquísimo léxico de nuestro inigualable idioma, una soberbia y minuciosa descripción de todos los lugares, sensaciones.
Asimismo refleja sentimientos (impagable la descripción de la Barcelona de la posguerra en la que se desarrolla la acción) del estilo de Galdós, Azorín o Delibes, y lo que marca para mí la literatura de verdad elevada, el hallazgo de las metáforas que llevan al lector a comprender exactamente cada sentimiento, cada acción.
Sin importar lo nimio o trascendente que el motivo sea. Cada metáfora del libro es una gozada, y ahora al releerlo, he experimentado un inmenso placer, un deleite tremendo ante cada una de ellas (dos, tres o cuatro por página). Por favor, leedlo.
Y por otra parte, como todas las obras maestras (no dudo que será referencia de la literatura en castellano de este siglo), es intemporal, y siempre resultará de actualidad.
Sirva de ejemplo este fragmento, que, aunque ajeno a la trama principal, da pie al autor (por otra parte firmemente posicionado contra provincialismos ridículos y absurdos así como contra otros fascismos de todo tipo).
Todo ello describiendo una fauna vocera y en aumento que cualquiera de vosotros puede reconocer inmediatamente. Espero coincidáis conmigo respecto a lo acertado del análisis. Creo que no se puede decir mejor:
Están hablando de un vecino del barrio muy querido y respetado, homosexual, al que la policía detiene y los mismos maleantes que comparten calabozo desgarran salvajemente y le propinan tal paliza que casi lo matan.
“Pobrecillo, si es más bueno que el pan y no se mete con nadie. ¿Qué le gusta vestirse de faraona y salir a cantar? ¿Y qué más dará? Es que la gente es mala.
Don Anacleto callaba, con la mirada baja.
Mala no –objetó Fermín- Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar o a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo, bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad o, como en el caso de D. Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes”.
¿No está nada mal, verdad? Por mi parte, y consciente de mis limitaciones, ni siquiera se me pasa por la cabeza el intentar componer unos versos con ocasión de esta sentida perdida, y pienso que lo que puedo hacer mejor es acompañar en su honor y para vuestro deleite esta insuperable perla del insigne genio víctima de un modo u otro de las hordas fascistas.
Miguel Hernández, compañero por cierto de prisión de mi padre una temporada en la madrileña cárcel de Porlier, hoy colegio Calasancio de los curas, algo que no me resisto a mencionar como homenaje para ambos.
A continuación os presento la obra titulada “Elegia A Ramón Sijé”, de la autoría de Miguel Hernández.
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha
muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien
tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracoles
Y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofe y hambrienta
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte
a parte a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de mis flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas…
de almendro de nata te requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.