Hablar del mundo novohispano es claramente excitante y caótico, ya entrados al siglo XVIII, ¿qué o quién es el novohispano? Es una pregunta difícil de contestar, sin embargo, es necesario hacer aproximaciones de este.
A este nivel de juego es casi imposible pensar en una homogeneidad completa en la aún llamada “Nueva España”, ¿son indios, criollos, mestizos? Hablando bajo términos numéricos podemos hablar de una gran y extensa población calificada como “mestiza”, es esta que para términos de mi definición presenta la más grande ambigüedad, son y no son, están y no están.
El indígena es el indio, el apartado, el aún visto como idólatra; el mestizo busca una posición es constantemente movible buscándola, rechaza, quizá el legado pasado, comerciantes o artesanos. El criollo es distinto, este se puede plantar en la aristocracia, en conventos, en colegios.
Siendo sumamente esquemáticos, no hay que olvidar la inmensa pluriculturalidad que se vive en el Virreinato. Es un momento de transición, de coyuntura, se van formando caracteres únicos de identidad.
Se forja en estos momentos una idea del nacionalismo, así como la introducción de nuevos pensamientos como lo es la Ilustración, se hayan avances científicos, retroalimentaciones artísticas y literarias y por su puesto un imaginario extenso e inagotable, reflejo claro de su tremendo vivir cotidiano.
De esta manera es posible que tras el fenómeno haya construcciones mentales, simbólicas, sistemas de representación que simulen o reflejen, quizá un miedo subjetivo de cada sociedad. El imaginario funge entonces como un instrumento de defensa frente a ese miedo de lo desconocido, y en consecuencia este regula los ámbitos sociales.
Es así que la muerte no es solamente realidades inteligidas, esta se rodea de normatividad, de legitimidad y de poco a poco en el centro se convierte en juicios de valores consagrados de modo expreso. Para poder apreciar el valor de morir, hay que tomar en cuenta las maneras de vivir, así como las coyunturas y procesos históricos.
La muerte, así como sus complejidades culturales suponen una relación de significante/significado. Hay que distinguir tres dominios de lo humano: la dimensión simbólica, la paradigmática y la sintagmática, la primera sucede por sustitución metafórica o metonímica (símbolos – desplazamiento) en particular los símbolos de comportamiento, por ejemplo, los cantos mortuorios, las tumbas, máscaras.
En la segunda dimensión nos acercamos al relieve de suposiciones significativas como pude ser muerte biológica/muerte ritual y en sentido de máximas como lentitud/rapidez, pureza/impureza por mencionar algunos.
Finalmente, la dimensión sintagmática o bien las relaciones de elementos presentes en el plano de las creencias, de todo aquello cultural, como principios sistemáticos, en este caso, de la muerte, vinculado directamente con la cosmología de cada sociedad; como lo menciona Louis Vicent, en su obra “Antropología de la muerte”.
La configuración cristiana es incorporada en el “Nuevo Mundo” a través de varios medios, el adoctrinamiento en no sólo ejecuciones meramente religiosas sino también en diversos medios incluyendo, el político, la organización social y el imaginario; resaltando el último por su increíble calidad de control social y de pensamiento.
Es posible encontrar en el Virreinato la aceptación de la muerte cristiana en calidad de diversas corporaciones, hechos sociales y comportamientos bañados de esta concepción. La iglesia reconocía la existencia de cuatro lugares después de la muerte el cielo, el infierno, la tierra y el purgatorio, este último tiene una exaltación muy propia.
EL purgatorio es el lugar donde las almas han de limpiarse y purgar sus pecados, es el lugar que legitima las acciones en la tierra, fueran buenas o malas, este matizo el tormento y las penas, pero así mismo la creencia de una salvación haciendo un modelo flexible a interés políticos, sociales, pero también individuales, en tanto ofrecía una vía de esperanza y salvación.
De este modo se pudo creer que los actos piadosos de los hombres vivos son alivios para los muertos y el crecimiento espiritual. También hubo lugar en el periodo virreinal las cofradías encargadas de la buena muerte, es decir de asistir a los desvalidos, enfermos y agonizantes en su estado de tránsito a la vida postrera.
Algunas de estas cofradías contaron con imágenes de culto que representaban a la muerte entronizada y coronada, las cuales se sacaban en procesión. La iglesia novohispana favoreció una serie de prácticas tendientes a aminorar las penas pos-mortem.
Entre algunas estaba la adquisición de indulgencias, las bulas, los sufragios, limosnas, penitencias y la restitución de bienes adquiridos mediante procedimientos considerados usurarios. Con el tiempo llegaron a convertirse costumbres y determinantes para afrontar el miedo hacía la muerte. Es notorio el impacto social y económico que estas prácticas generaban
Políptico de la Muerte
La pieza se resguarda en el Museo Nacional del Virreinato de la Ciudad de México y consta de seis láminas: tres de ellas son óleo sobre madera y las tres restantes sobre tela. Se desconoce la fecha exacta de realización.
En la cédula del Museo Nacional del Virreinato se le data en el siglo XVIII y algunos textos lo sitúan en 1775, con base en una lápida funeraria que aparece pintada en una de las láminas. Tampoco se conoce su autor. Se iniciaría con la lámina titulada “Memento mori” que funcionaría como una introducción general, seguida de “Origen y destino del hombre” para continuar con “Relox”, después el moribundo en el lecho y el Juicio Final.
El Virreinato fue un fenómeno de mestizaje cultural en la pintura, hubo identidades que compartieron cada uno de dichos dominios, pero también lugar de grandes y específicas diferencias; el Barroco en la representación plástica estaba en crisis. En Oriente ortodoxo la imagen continuaba con su estatuto como vehículo de lo sagrado apegándose estrictamente a modelos.
En el norte de Europa se optó por la iconoclasia radical. Mientras que el catolicismo tomó una posición intermedia, pues la imagen religiosa se vio parcialmente aligerada de su carga semántica gracias al orden y disciplina introducidos por el Concilio de Trento, pero también el auge del culto eucarístico y la veneración de las reliquias.
En el mundo católico la imagen era todavía un instrumento al servicio de la salvación y de la perfección de las almas, pero tenía un gran margen de libertad, ya no estaba obligada a la fidelidad con una realidad la obra no poseía más autoridad que la evocación.
Esto nos muestra una interpretación jesuita en la Nueva España de la muerte más educativa y piadosa, que en algunas obras muestra el peligro de la inmediatez de la muerte mediante la representación esquelética y otras el cráneo como un instrumento de piedad. El barroco es flexible hacía esta.
El Políptico enmarca las representaciones de esqueletos en el arte virreinal son menores en comparación con la cantidad de imágenes de cráneos sin cuerpo. Esto parece ser consecuencia de los libros de meditación y piedad jesuita donde se recomendaba la visión de la calavera para excitar la imaginación, en el Políptico de la muerte de aparecen ambas representaciones.
Danza macabra en fiestas medievales en donde se muestra al esqueleto- Muerte- victorioso, expresiones como padre del tiempo, y las naciones, amenazante, la emperatriz universal, aquera dispuesta a quitar la vida del moribundo, sufrimiento de almas en fuego, lecho de muerte y disputa por el alma, hombre finito.