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La mano de Dios y el pie del demonio

Diego Armando Maradona.

Tuviste la fortuna de de ser privilegiado por la naturaleza al dotarte de esa capacidad técnica que hacía que la bota que calzaba tu pie izquierdo semejase un guante, pero un guante no en el sentido metafórico de la palabra, no, sino en su auténtico significado. Porque a muchos nos resultaría casi imposible hacer con una pelota empleando las manos, que ésta obedeciese tan dócilmente como lo hacía en esa bota, de la que en ocasiones parecía formar parte.

Y tuviste la fortuna de dedicarte a algo tan maravilloso como a este bendito deporte, el fútbol, que hace que millones de seres humanos sean capaces de vibrar, de emocionarse, de gozar, de sufrir, de llorar, de llegar hasta el paroxismo ante lo que ven en una cancha.

Y digo bendito deporte porque nos permite liberar ese impulso atávico de pertenencia a una tribu, del que la evolución aún no ha podido por desgracia desprendernos del todo, por el que nos sentimos hermanados y partícipes de los logros de nuestros representantes (aunque estos no se nos asemejen demasiado), e independientemente de los orígenes, la raza, la pertenecía social, las creencias o la ideología de cada uno de nosotros.

Millones de personas te estaremos eternamente agradecidos por habernos hecho tocar el cielo con las manos con ocasión de un regate, un recorte, un gol, una victoria sobre el país que os había ganado una guerra, del gol del siglo o de esa pillería con la mano. Y por haber podido hacer realidad tu sueño, que se ha convertido en su sueño, el de que un chico humilde sea capaz de encumbrarse hasta lo más alto sin dejar de lado su sencillez y sus raíces y se enfrente a los poderosos con toda la fuerza de su popularidad al vez que abraza sinceramente a Fidel y a Maduro.

No obstante solo el que haya jugado al fútbol, aunque sea en las profundidades de las últimas divisiones como es mi caso, puede apreciar totalmente y envidiarte por ello, hasta qué punto es difícil hacer con un balón lo que tu hacías tan sencillo, como el don de un aura que te rodeaba y que emanaba sin esfuerzo de tu persona. Lo que hacía Zidane o Platini con un balón lo hacías tu con una naranja. Y mejor.

Y no puedo dejar de reseñar la dificultad añadida del lamentable estado de los campos en tu época (nada que ver con los tapetes de billar que asemejan ahora), y con la saña y brutalidad de aquellos defensas (inolvidable la criminal entrada de Goicoechea), que entonces gozaban de una impunidad y de una permisividad por parte de los colegiados impensable hoy ante el cambio acaecido en los criterios de arbitraje.

Permitiendo hoy día mucho más el contacto físico y no ya las cargas, sino hasta violentos empujones, pero penalizando cualquier atisbo de patada voluntaria o simplemente la mala intención, y sobre todo con la actual retransmisión de todos los encuentros. Pues bien, hoy serias sin lugar a dudas máximo goleador en el campeonato que hubieses elegido.

Mis disculpas por personalizar de nuevo, pero no puedo dejar de comentar que jamás olvidaré una noche en el Bernabéu, en la que para desgracia nuestra estabas especialmente sembrado, en la que tras un envío creo que de Carrasco, le ganaste la posición a un defensa, sorteaste al portero con suma facilidad y, a medio metro de la raya de gol, justo al poste izquierdo en vez de empujar suavemente el balón, preferiste hace el milagro de que el tiempo se detuviese y las cien mil almas estuviésemos pendientes de la desaforada carrera de “Sandokán” Juan José, quien se lanzó en plancha sobre la línea de gol con el estéril deseo de intentar evitar lo inevitable.

¿Llegaría antes que tú empujases el balón?. Y en entonces ocurrió el milagro. Volviste a poner en marcha el reloj y rememorando la pisada casi en el mismo sitio del área de Puskas en Wembley, con ocasión de la primera derrota de Inglaterra sufrida en su estadio (a manos de Hungría), tú en vez de pisar hacia ti la pelota, hiciste girar tu prodigioso tobillo desde la izquierda de la misma de nuevo hacia dentro del campo hurtando su presencia a los tacos de Juan José, que con tremenda violencia fue a estrellarse contra el palo izquierdo de la portería.

No sé cómo quedarían sus nobles partes, pero allí quedó, que me perdone, ridículamente espatarrado, mientras tú, suavemente, con toda la dulzura de la que fuiste capaz, empujabas la pelota hacia la red.

Tras un “¡Ooooh!” que fue imposible para todos nosotros de reprimir, siguió un silencio eterno y a continuación las cien mil almas prorrumpieron en un estruendoso aplauso y ovación, porque eso Diego, era lo que te habías ganado. Y lo que te mereciste. Por cierto con posterioridad, tanto Ronaldinho como el gran Iniesta disfrutaron del mismo homenaje, algo que creo en Barcelona tal vez mereciese Cunninghan la nochecita que le dio a “Torito” Zubiría, posteriormente Raúl, y quizás, quizás, Modric y Cristiano.

Con todo y con eso, puedo elevarte a los altares de la historia futbolística formando parte de la santísima trinidad, junto a Pelé y Di Stéfano, pero no puedo darte el número uno. Yo os he visto jugar a los tres y el número uno, me vas a perdonar, es D. Alfredo.

Jamás se ha visto un jugador con un peso tan determinante en los partidos, tanto era su enorme peso en su equipo como en el equipo rival. Baste decir que en todos los años que estuvo en el Real Madrid, solo jugó un partido mal. Le marcó un medio del Valencia llamado Mangriñán, y se ganó un puesto en la historia por ello. Ningún jugador puede presumir de algo parecido.

Por cierto Pelé y Di Stéfano se enfrentaron una vez, yo tendría once o doce años, en el homenaje a un portero del Madrid que se llamaba Juanito Alonso. El Madrid venció al Santos, que era casi la selección brasileña, sin Garrincha, por cinco goles a uno. Debían estar picados, porque Di Stéfano borró a Pelé. Y no hay que olvidar la enorme trascendencia que su paso supuso para el Real Madrid. Aparte de situar al club en otra dimensión, no ya su forma de jugar, que eso es imposible como en tu caso de transmitir, pero sí ha legado ese orgullo de que lo importante es el equipo, que está por encima de todo, y ese ansia por pelear y luchar por la victoria hasta el último momento. Y ese legado todavía pervive, tenemos ejemplos recientes, y forma parte para siempre de la idiosincrasia y la identidad del club.

Pero tú jugabas solo, el fútbol siempre fue una diversión para ti. Como la vida. En el 86, quiero pensar que habrías hecho campeón del mundo a un equipo de solteros contra casados. Tu superioridad en ese momento era insultante.

Y ese otro Diego que vino después, al que vimos golpeando a su compañera, involucrado con traficantes nunca pudo estar a la altura del Diego futbolista. Es comprensible que un chico humilde se vea, como tantos otros en situaciones similares, desbordado. De repente pasas a tenerlo todo, a que nada queda fuera de tu alcance, de tus caprichos, con las hormonas reventando y tu ira y tus ganas de revancha intactas.

Pero aunque la vida es muy larga, tus tóxicas relaciones te impidieron salir de ese círculo vicioso que te rodeaba.

Nuestra comprensión y disculpa para el Diego persona, y nuestro eterno recuerdo y gratitud al Diego futbolista.

Descanse en paz.

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