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Atado a una pelota de cuero

Búsquenlo, a la izquierda del cielo.

Diego Armando Maradona no fue simplemente un jugador de fútbol. Fue mucho más que un hombre atado a una pelota de cuero. Puso su personalidad al servicio de las metas más difíciles y los desafíos imposibles. Y triunfó.

Ni la gigantesca palabra Dios alcanzaba para dimensionarlo. Gastado y repetido, para decir de qué tamaño era Diego, el vocablo divino resultaba insuficiente, y no había otra forma de dar textura a su humanidad que regresar a la sencilla manera de nombrar Maradona.

El todopoderoso, no entraba en esa camiseta.

¿Qué habrá entonces para su futuro además de las lágrimas y la melancolía por aquellos momentos, los momentos en que el corazón de las y los argentinos explotó, tanto para amarlo como para lo otro?

No está más el chiquilín eterno que a enamorados y odiadores les dejó la marca, aunque hoy y mañana digan que no la tienen. Hay que ser un cadáver mentiroso para decir que no le han quedado marcas de Maradona en el corazón.

Todo el mundo – y quizás esta vez sea realmente todo el mundo – anda por los caminos de este miércoles de noviembre sin poder desprenderse de alguno de los flechazos que Diego, en seis décadas, nos mandó.

Ni aquella tarde del 86 ante los ingleses, ni la vuelta olímpica en el Azteca, ni el sufrir de sus ojos en el 90, ni su diccionario de frases insuperables, ni su cabellera variada, sus habanos, su docena de muertes anteriores, sus comandantes Fidel y Chávez, ni aquellos madrugones del 79 en Japón, ni su doping positivo en Estados Unidos 94, ni las mil y una aventuras de tanta novela escrita alrededor de sus parejas y sus hijas e hijos. Nada de nada será indiferente en la historia de los que compartimos los sesenta años de Diego, ni de quienes aún no llegaron a este mundo.

Nada de él dejó de estar presente en las casas del país. Diego entró como entraba el sol. A cada habitación, a cada televisor, a cada mensaje de WhatsApp, a cada celular. A cada vida.

Y eso lo convirtió en el único argentino indiscutible, aún para aquellos que lo discuten.

El repaso infinito de sus andanzas futboleras, y de las otras, no será nada más que la confirmación de una Argentina que parece llamarse Maradona desde 1960.

¿Quién se atreverá a decir que nada le ocurrió al observarlo, en vivo, o en pantallas? Con una pelota de fútbol, con una de ping pong, con una botella, hizo jueguito. Y el país jugó.

Abrazó a Hebe, cuando pocos abrazaban a Hebe y se le plantó a Clarín cuando todos sobaban la cornetita. Y el país de los ricos tembló. No de miedo. De impotencia.

Futbolista, político, filósofo, humano con mil errores que buscaron perdón en la simple verba de un “pagué por lo que hice”.

Y efectivamente nadie se crucificó más que él.

Yo nunca quise ser ejemplo de nada” repetía hasta el cansancio cada vez que su cuerpo pecador, pecaba.

Pero pese a ello, no hay en la lista de los deportistas o en la nómina de figuras trascendentes alguien que se haya acercado más a la coherencia que este joven de Fiorito. El que sin ser marxista se tatuó en uno de sus brazos y en una de sus piernas los rostros más poderosos de la gesta anticapitalista: el Che y el Fidel barbado que murió también un 25 de noviembre.

A los sesenta años partió el hombre que más y mejor vivió sesenta años.

Por eso hoy miércoles no murió Maradona, vivió Maradona.

Quien esto escribe tiene su misma edad y 43 años de compartir ratos, instantes y orgullos, con ese enrulado jovencito que fuimos todos en los setenta. Nunca me voy a olvidar querido Diego como poblaste mi otoño de despidos, cuando me enteré que no le dabas reportajes a Clarín hasta que me reincorporasen. Lo hiciste en el mayor de los silencios. En el más grande de los silencios.

Tu vida Diego, será de aquí en más la presencia eterna que nos envolverá porque siempre estaremos comparando. Con futbolistas, con estrellas, con virtuosos, con políticos. Mendigaremos un ratito de felicidad.

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