En los últimos años, España se ha convertido en el “paraíso” de los delitos de odio, con un incremento constante y muy alarmante desde que se tienen estadísticas sobre este fenómeno.
Esto ha quedado demostrado en las últimas semanas, con una relación constante de noticias escalofriantes: ataques homófobos (que llevaron, incluso, al asesinato de Samuel Luiz), manifestaciones fascistas por las calles de Chueca (al grito de “fuera maricas de las calles“), el asesinato de un joven marroquí en Mazarrón (por parte de un militar retirado), las declaraciones tránsfobas o machistas de más de un obispo, la propaganda contra los “MENA” de un partido de extrema derecha, la aporofobia, el miedo al pobre, un delito fruto del odio a lo que esa persona representa, etc.
No rechazamos a los extranjeros si son turistas, cantantes o deportistas de fama, los rechazamos si son pobres. Adela Cortina.
Todo esto ha encontrado un caldo de cultivo bien abonado por parte de algunos sectores sociales, políticos y mediáticos, que intentan sacar réditos electorales de esta situación.
Los partidos de extrema derecha y de derecha extrema mantienen un discurso que siempre roza la ilegalidad, con declaraciones racistas, xenófobas, homófobas, etc. Que nunca consiguen ser frenadas, en gran medida, gracias a la pasividad, disparidad de criterios, cuando no connivencia, de algunos titulares de juzgados. Lo vimos con la campaña de VOX contra los “MENA“: la fiscalía de delitos de odio veía el delito, y el juzgado decretó que no había tal delito.
También los medios de comunicación están amparando este tipo de discursos, gracias al blanqueamiento de las actitudes y discursos de extrema derecha que hacen llegar al conjunto de la ciudadanía.
Los ejemplos son numerosos: los noticiarios de televisión destinan muchos más minutos a la extrema derecha que a otros partidos del arco parlamentario, la presencia constante de “tertulianos” de ideología ultra en los platós de televisión, etc.
¿Qué son los delitos de odio?
Para entender plenamente la importancia social de calificar los delitos de odio como tales, es necesario entender plenamente su definición. La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), definía estos comportamientos, en 2003, como:
“Cualquier infracción (…) donde la víctima, el local o el objetivo (…) se elija por su real o percibida conexión, simpatía, filiación, apoyo o pertenencia a un grupo (…). Un grupo debe estar basado en una característica común de sus miembros, como su raza real o perceptiva, el origen nacional o étnico, el lenguaje, el color, la religión, el sexo, la edad, la discapacidad intelectual o física, la orientación sexual u otro factor similar“.
También es necesario definir las diferentes conductas delictivas que hacen referencia a los delitos de odio:
- Fomentar, promover o incitar directa o indirectamente y de manera pública al odio, la hostilidad, discriminación o la violencia contra un grupo o persona que pertenezca a ese colectivo (por razones de raza, religión, idioma, orientación sexual, etc.).
- Producir o elaborar escritos u otro material similar, con la intención de distribuirlos para provocar la conducta de odio o discriminación.
- Negar o trivializar públicamente y de manera grave los delitos de genocidio, lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos por los mismos motivos discriminatorios.
Uno de los problemas de estas definiciones es que el Código Penal español no recoge explícitamente el “delito de odio” como tal, sino que, y solo desde 1995, se refiere a “delitos cometidos con ocasión del ejercicio de los derechos fundamentales y de las libertades públicas garantizadas por la Constitución” (art. 510 del Código Penal).
Esta falta de definición clara del delito de odio provoca que el artículo 510 del Código Penal se aplique, cuando se aplica, de forma desigual, torpe y tardía, siempre dependiendo de la interpretación que haga el jurista correspondiente en ese momento.
Por tanto, la interpretación de los hechos se convierte en la clave de la consideración de un delito como “delito de odio“, y lleva a situaciones tan esperpénticas como que un mismo delito sea considerado de formas diferentes, según el titular del juzgado correspondiente.
Evolución de los delitos de odio en España
Los informes elaborados por el Ministerio del Interior español sobre los delitos de odio, que se preparan desde 2013 por lo que no tenemos datos anteriores, muestran un incremento constante de esos delitos, excepto en los años 2016 y 2020.
En 2020, las estadísticas muestran un descenso del 17,9% con respecto al año anterior, aunque esos datos están desvirtuados por la situación de pandemia, las restricciones de movilidad o de acceso a lugares públicos que se vivió durante gran parte de ese año.
Dentro de esa evolución negativa del año de la pandemia, podemos ver que los delitos con un mayor incremento se dieron en los delitos de odio contra personas con discapacidad (+69,2%), enfermedad (+62,5%), sexo/género (+43,5%) y antigitanismo (+57,1%). Por otro lado, disminuyeron los delitos relacionados con el ámbito de la ideología (-45,3%), racismo/xenofobia (-5,8%), orientación sexual e identidad de género (-0,4%) y antisemitismo (-40%).
La tipología del autor de este tipo de delitos es mayoritariamente hombre (un 80% de los detenidos por racismo, xenofobia o identidad de género), en una franja de edad que se sitúa entre los 26 y 40 años, y de nacionalidad española (77,4%).
En cuanto a los datos de 2021, no son nada alentadores. Según el Ministerio, hasta el 31 de julio de este año, se han producido un total de casi 750 delitos susceptibles de ser considerados delitos de odio; las 610 denuncias realizadas suponen un incremento del 9,3% con respecto al mismo período del año 2019.
Si bien es cierto que la cifra no es comparable con la de 2020, debido al confinamiento, también es cierto que, comparada con la de 2019, podría cerrar el año con unas cifras realmente escandalosas.
También se está registrando un cambio cualitativo en la violencia de algunos de esos delitos. Por ejemplo, hay un notable incremento de los delitos de odio en la categoría de racismo y xenofobia, y por razones ideológicas.
Sin embargo, los delitos más violentos son los relacionados con la homofobia y la comunidad LGTBI: las agresiones por orientación sexual e identidad de género, especialmente hacia el colectivo trans, están adquiriendo una gran importancia.
La lucha contra esa lacra
Los datos fríos analizados confirman que desde hace años venimos observando un incremento objetivo y constante de los delitos que podrían considerarse de odio. Por tanto, el primer paso es reconocer que existe un problema multifacético con los delitos de odio.
Uno de los grandes problemas para esta lucha es que, según una encuesta del Ministerio del Interior, el 89,2% de las posibles víctimas de delitos de odio no interpuso denuncia de los hechos, debido a las especiales consideraciones de los mismos delitos.
Muchas veces, las personas homosexuales atacadas no quieren dar publicidad a su orientación sexual; las personas inmigrantes están en situación irregular o temen por sus familiares; y en el caso de la aporofobia, se trata de delitos que implican a personas que, en su mayor parte, se encuentran fuera del sistema y cuyas experiencias con el mismo no han sido, precisamente, placenteras.
Es decir, se trata de colectivos especialmente vulnerables y por eso cuesta más denunciar. Por eso, las personas e instituciones relacionadas con estos delitos deben generar suficiente confianza entre las víctimas para que denuncien.
Pero el gran problema es la falta de formación de los funcionarios públicos, especialmente en el ámbito jurídico y policial, a la hora de identificar y tratar los delitos de odio. Esta falta de formación dificulta la contextualización de los hechos, y la interpretación y control de los delitos de odio.
Es muy difícil demostrar que un hecho constituye un delito de odio: hay que demostrar que se han proferido frases ofensivas, que inciten al odio, etc. Por eso es necesario aclarar las muchas diferencias de interpretación en los tribunales, para poder demostrar y contextualizar que el insulto está relacionado con la agresión. Es decir, hay que demostrar que en la agresión hay un componente de odio y discriminación.
Barcelona fue pionera en la creación de una fiscalía contra los delitos de odio, en 2009, un ejemplo que se ha ido extendiendo a todo el país, de forma que ahora casi todas las provincias cuentan con una fiscalía o una unidad de lucha contra los delitos de odio. Pero algunas de estas unidades especializadas nacen como iniciativas voluntaristas, y no por medio de protocolos oficiales concretos, lo que dificulta su trabajo.
Cuando la justicia se empeña en no reconocer o, incluso, obviar, el componente de odio de esos delitos, no solo se mina la confianza de la víctima en el sistema, sino también del conjunto de la sociedad, que puede perder su confianza en la justicia.
Además, dan una sensación de impunidad al perpetrador, que puede generar conflictos a una escala mayor, que amenaza a todo un colectivo.
Es necesario seguir incidiendo en la necesidad de formación, concienciación y sensibilización de todos los actores implicados, aunque no se puede limitar a los actores jurídicos, sino también al conjunto de la sociedad.
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