Una crisis convertida en guerra: claves sobre el conflicto entre Rusia y Ucrania (III)
La gestión de las relaciones rusas con su entorno han sido un desastre, como demostró su gestión de la Comunidad de Estados Independientes (CEI, una organización supranacional compuesta por nueve de las quince exrepúblicas soviéticas, que confirmó la disolución de la Unión Soviética).
Las consecuencias del proceso
Una de las consecuencias más importantes ha sido la necesidad y los esfuerzos de Rusia por cohesionar y convivir con todo su entorno geoestratégico ex-soviético. El nacionalismo ruso ha chocado siempre con los sentimientos nacionalistas de las nuevas naciones, que afirman su soberanía e identidad con una narrativa nacional propia que culpa a la antigua URSS de todos los males históricos que han padecido.
En Ucrania, además, ese sentimiento nacionalista se ha transformado en una narrativa anti-rusa, centrada en Putin. Esta nueva idea nacional rusa ha sido una trampa para Putin, de la que será muy difícil encontrar una salida.
La gestión de las relaciones rusas con su entorno han sido un desastre, como demostró su gestión de la Comunidad de Estados Independientes (CEI, una organización supranacional compuesta por nueve de las quince exrepúblicas soviéticas, que confirmó la disolución de la Unión Soviética).
A pesar de todo, Putin fue capaz de poner un cierto orden, después de la caótica situación de los 1990, incluido el colapso demográfico y la drástica caída del nivel de vida. Pero, tras la crisis de 2008, también Rusia, como todo el mundo, ha sufrido una enorme crisis económica, que ha provocado el estancamiento de su sistema económico.
Otro vector importante para comprender el conflicto de Ucrania es que los dirigentes, estrategas e intelectuales rusos consideran que la suma de estos factores (el cierre en falso de la Guerra Fría, la actitud de Estados Unidos y Europa y la ampliación de la OTAN), representan una amenaza existencial para Rusia. Esta idea se ha reflejado en los discursos de Putin en los últimos meses, que desgranaban, de forma clara y racional, el catálogo de amenazas, que también se ha repetido a lo largo del conflicto. Ese catálogo es el siguiente:
Aunque Ucrania aún no se haya integrado en la OTAN, de facto ya lo está, como demuestra el despliegue de bases militares en su territorio.
El régimen de sanciones impuestas a Rusia, desde 2014, ha centrado los ataques de Putin, que señala que esas sanciones se aplicarían igualmente, hagan lo que hagan. No se sanciona su conducta, sino querer volver a ser una potencia.
Rusia no puede consentir, como reclamó hace unos meses el presidente ucraniano Volodímir Zelenski, que Ucrania vuelva a la carrera armamentística nuclear.
Este catálogo refleja la amenaza existencial que defienden los dirigentes rusos, evidenciando la amenaza que supone la política de seguridad occidental para Rusia.
Se trata de un discurso que nos puede parecer realista o no, pero lo que no podemos hacer, de ninguna forma, es ignorar que los dirigentes de una de las dos mayores potencias nucleares mundiales piensan que esa amenaza existencial es real.
En este contexto, las peticiones rusas publicadas en un documento en diciembre de 2021, son las mismas que defienden desde hace más de treinta años:
Garantizar la neutralidad ucraniana.
Retirada de las infraestructuras militares de la OTAN de las fronteras rusas (Polonia, Hungría y Ucrania).
Reversión de la ampliación de la OTAN hasta sus límites de 1997.
Eliminación de los ejercicios militares conjuntos con armas nucleares en las inmediaciones de su territorio.
Volver a los acuerdos INF de 1987, que Trump denunció.
La diferencia en la presentación de este catálogo, con la situación de los últimos treinta años es que, en diciembre de 2021 la presentación vino acompañada del despliegue de un enorme contingente de tropas ante la frontera ucraniana, para demostrar la seriedad de su postura. A pesar de eso, la postura de Joe Biden fue obviar la amenaza que eso suponía.
Escenarios de futuro
Todo este proceso nos lleva a una pregunta evidente (aunque sin respuesta): ¿se podría haber evitado la guerra, asumiendo, aunque fuese parcialmente, esas reivindicaciones? Probablemente sí, pero los dirigentes occidentales las obviaron, a pesar de que numerosas personalidades occidentales advirtieron sobre las posibles consecuencias.
No podemos saber lo que va a pasar, porque todo se dirime en el campo de batalla y es algo que plantea muchas incógnitas. Pero, pase lo que pase, tendrá grandes (y graves) consecuencias, porque afectará a la correlación de fuerzas globales: cuál será el nuevo papel de los Estados Unidos, de Rusia (que se juega muchísimo), la Unión Europea y, evidentemente, China o los BRICS, etc.
La cuestión será también saber si es posible encontrar una solución que satisfaga a todos, de forma que Putin y Zelensky, pero también Biden, puedan salvar la cara. También está la cuestión de saber si esa solución será estable: si Zelensky llega a un acuerdo con Putin, ¿será aceptado por la población ucraniana, especialmente entre los sectores más rusófobos?
Un escenario catastrófico sería una posible quiebra de Rusia, porque plantearía un escenario potencialmente más peligroso que el actual. Una Rusia quebrada, en el caos, podría ser mucho peor que un conflicto con Ucrania: podría suponer cambios internos que fuesen peor que Putin. Para el mundo, la estabilidad de Rusia es un tema, por tanto, fundamental.
Otro interrogante es cuál será la actitud de China en este conflicto. Hasta ahora, el gigante asiático se ha mantenido en la equidistancia: condena el conflicto, pero plantea a la OTAN si su política expansionista es la más adecuada.
Evidentemente, hablar de las posibles consecuencias es hablar de política-ficción, pero sí pueden darnos algunas pistas. Por ejemplo, los últimos discursos de Putin apuntan a la formación de un régimen mucho más represivo y autoritario. Además, las sanciones pueden tener dos efectos: hacer que la población se ponga del lado de Putin o que se vuelva contra Occidente.
Este conflicto refleja lo que la humanidad no puede (ni debe) permitirse: negar el replanteamiento de un nuevo orden mundial, basado en la concertación, en lugar de un orden mundial basado en los principios de 1945. Este nuevo orden debe enfocarse hacia los nuevos retos globales, ineludibles y fundamentales, como el cambio climático. Y esta guerra nos aleja de este planteamiento.