Sobre los insultos, la agresividad y sus límites
Ante los insultos a Irene Montero, y los mensajes que van más allá de la libertad de expresión en general, conviene hacer una reflexión al respecto.
Que la derecha española se dedique a acechar y denigrar a sus rivales políticos no es una novedad. Tampoco lo es su nivel de proyección de desprecio hacia personas como Irene Montero, Pablo Iglesias, los expresos políticos catalanes y una lista infinita de sus muñequitos de vudú. Pero la regularidad no es indicador de normalidad. Tampoco lo es la más que evidente utilización por parte de toda la derecha de los medios democráticos (Congreso, Senado) como de los medios de comunicación, para presentar una idea de España pasada de rosca, ida de la cabeza de la realidad política local.
Ver a Irene Montero llorar por haber recibido esas burdas palabras de la boca de quien sea -ahora fue no sé qué diputada de Vox, pero de esas boquitas prodigiosas como Ayuso, Arrimadas, Page, Lambán o Maroto salen día a día cosas a ese nivel de bajeza moral-, me haría reflexionar y sentir culpabilidad por haber humillado hasta entrar en lo más íntimo de un ser humano con el ridículo objetivo de “ganar la partida de la bronca”.
Insultos, insultos e insultos, y aquí no hay Dios que pare esto. El mal del sistema político que nos hemos dado entre todos, pero del que se aprovechan unos pocos, es el de generar pelotas mastodónticas de basura corrosiva que se lleva por delante a quien sea por una sola razón: nadie está dispuesto a parar por no ser menos, o bien por no ser mezclado también en el carrusel de la mierda mediática.
¿Hasta cuándo?
Y yo me pregunto si este nivel de desprecio público tiene sus límites, y en ese caso, quién va a ser el valiente que los va a poner. Porque, del desprecio a la agresión se transita fácilmente, y lo que sufren algunos representantes políticos, como también mucha gente implicada socialmente (activistas sociales, independentistas vascos o catalanes), es una agresión violenta a su intimidad y su dignidad, y eso amigos míos, ya no debería llamarse libertad de expresión.
Es una gran mentira de la cual solo se aprovechan los que tienen los medios de proyección pública: poner al mismo nivel la sacrosanta libertad de expresión, con el respeto a la intimidad y la dignidad de las personas. En ello hay un hueco inmenso del cual, repito, solo se aprovechan los que tienen dineritos y más cara dura que el resto de seres humanos. Cuidado con esto que traspasar la línea es fácil.
Además, a nadie se le escapa que la derecha está envalentonada por su capacidad de colar mensajes en los medios, y por su apoyo social en estamentos como el judicial, el policial y…el militar. Sin duda, la derechita cobarde existe y parece que todo es humo, pero el grado de violencia dialéctica, conjugado con un nivel de deshumanización de los rivales, puede conllevar sustos inesperados de los cuales los más bocazas se lavarán las manos y mirarán para otro lado -el centro extremo-.
Cacería en el Congreso
La prueba más evidente de que hay una fragilidad inmensa en el sistema de equilibrios de la democracia española, lo tenemos en los partidos de fútbol que se juegan regularmente en el Congreso de los diputados. Ese ambiente hostil y maleducado, es denigrante para unos y carnaza para carroñeros en los otros. Esa es la brecha, lo que para unos es muy malo, para los otros les convierte en los buenos malotes.
Dicho esto, a mí me parece inútil por parte de la izquierda querer politizar la agresión y dotarlo de un antagonista (el machismo contra el feminismo). Quizás a nivel mediático y entre los más hooligans esto funcione, pero para nada afecta al rival -la ultraderecha en este caso-.
Es ponerse a su altura, situarse por encima moralmente y señalarlos desde esa posición. De hecho, es la misma fórmula que usa la derecha con toques mucho más sibilinos.
En mi opinión, ante una agresión como la propiciada a Montero esta semana pasada, se le debe poner límites -usando con firmeza el reglamento del Congreso– y responder desde la sinceridad con lo sentido, no con afirmaciones enérgicas para ser aplaudidas, aunque entiendo la respuesta de Montero.
Pero hay que pensar que, en esta lucha por la hegemonía, también hay quien se aprovecha entre los tuyos -los socialistas- por mucho que te manden mensajes por Twitter de apoyo. Pues, la paradoja puede ser tan grande hoy en día, que alguien te puede mandar un mensaje de apoyo por las redes y tenerlo a un metro de distancia y no decirte nada.
Cambiar el vehículo del discurso
Y a todo esto, sin duda, hay un tema que la izquierda no hay puñetera manera de que entienda. La derecha usa el más básico de los mensajes, el que se practica popularmente para trasladarlo constantemente a la esfera política y así crear un vínculo quizás no emocional, pero sí de complicidad.
La prueba de nuevo la tenemos en esa frase de la diputada fascista de Vox a Montero: “usted lo único que se ha repasado a fondo es a Pablo Iglesias”, que tiene su paralelismo en esa sentencia de la jerga popular “si ha llegado tan lejos es porque se ha cepillado a más de uno”.
Hacen falta mensajes sencillos, que no garrulos, para llegar a los tuyos, no solo a los que te mandan tuits. Hace falta un lenguaje popular de la izquierda que modifique el campo dialéctico del debate político. Que supere el tertulianismo y se sitúe en una verdadera batalla cultural y no solo mediática. Porque el error, y lo que motiva por consecuencia a la derecha, está en situarse en ese mensaje incrustado en nuestra memoria colectiva del “no pasarán”. Claro que pasan, porque con la fuerza no es suficiente y ellos se las piensan todas. Hay que convencer, y para eso se necesita algo más que una buena red de “followers”.
Es más, ¿seguro que a eso que tanto se apela (la batalla cultural) sirve clasificarnos como bloques de derechas o de izquierdas para consumar victorias?