Es muy difícil disentir del argumento que señala el porcentaje del 50% como requisito mínimo para considerar legítimas unas elecciones, que no legales, puesto que números inferiores implican que la mayoría de la sociedad no está representada por los cargos elegidos.
Ahora bien, el contexto debería tenerse en cuenta antes de expresar cualquier resolución sobre si reconocer o no el resultado de las elecciones legislativas de Venezuela que se celebraron ayer, y que han dado una mayoría aplastante al chavismo.
Normalmente usamos la misma vara de medir de la realidad cotidiana que vivimos. De ahí que nos apresuremos a rechazar el esfuerzo electoral de la nación caribeña, más aún teniendo la valoración más que negativa de Nicolás Maduro porque damos por buenas las informaciones de los poderosos que dejaron de ganar dinero a espuertas cuando Chávez decidió nacionalizar los recursos hidrocarburos -y naturales- de su país, algo mantenido por Maduro.
Sin embargo pensemos un momento el contexto. La nación más poderosa del mundo -al menos geopolíticamente en América Latina- está llevando a cabo un asedio contra Venezuela. Es un desgaste que se alarga durante varios años y que ha tenido diferentes fases.
Primero una oleada de violencia callejera que fue acompañada de acaparamiento de productos de primera necesidad (papel higiénico) durante 2014-15; después una segunda oleada de violencia más virulenta (con bombardeo sobre población civil en horario escolar y quema de personas vivas) y un ataque sobre el petróleo que puso a Venezuela de rodillas al perder su poder económico.
Tras ello se han impuesto unas sanciones que no permiten a la nación gobernada por Nicolás Maduro acceder a sus fondos en el extranjero, ni operar comercialmente en el mercado internacional, por lo que solo el hecho de conseguir alimentos, medicamentos, repuestos para la infraestructura del país es no solo es complicado, si no más caro de lo habitual, ya que las empresas que se arriesgan a comerciar con el país suramericano se exponen a fuertes castigos por parte de EEUU.
El desgaste está hecho para romper filas. No es lo mismo ir a votar con la medicación tomada y habiendo comido lo que apetece, que con un familiar muerto por no haber podido acceder a la medicación y habiendo comido lo que se puede.
En un primer momento (los primeros meses), la culpa es de Donald Trump que impide a Maduro usar los fondos de euroclear para adquirir medicinas, y ordena a Colombia que los buques con comida no lleguen al país. Pero dos años después la desesperación nubla la vista.
Que en ese contexto, el gobierno del presidente Nicolás Maduro haya convocado las elecciones según indicaba el calendario, y haya apostado por el diálogo que ha llevado a la totalidad de las fuerzas opositoras (sí, la Voluntad Popular de Guaidó y Leopoldo López también ha participado), ya es un éxito.
Que con el COVID-19 se haya garantizado un operativo que ha maravillado a expresidentes como José Luis Rodríguez Zapatero, Evo Morales, Rafael Correa y Mel Zelaya, lo hace rotundo. Que el PSUV, partido de gobierno, sufra menos desgaste que la derecha que lo enfrenta y la ultraderecha que lo golpea, es una muestra de que la información que nos llega pertenece, en gran parte, al lado de las Fake News.
En este contexto, quizá, el dato de la participación no sea importante para determinar la credibilidad de un proceso democrático que no se da -o se retrasa en espera de mejores condiciones para quienes ostentan el poder- en otros países que no tienen a un poderoso imperio atacando de frente.
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