Sostener el orden mediante el miedo a las ejecuciones en Nueva España
Las autoridades españolas, hasta la legada de los borbones, dejaron a la Inquisición dirigir y administrar la justicia, por lo que los pecados se convirtieron en delitos cuyas penas eran la muerte.
La forma en que la monarquía española hacía patente su poder en sus colonias era por medio de la constante aparición pública y pomposa de sus gobernantes, así como de la teatralidad de ciertos eventos, como por ejemplo los castigos y ejecuciones públicas.
Desde el siglo XVI se montó una horca en el costado noreste de la Plaza Mayor de la Ciudad de México. Se erigía entre la Catedral, el Arzobispado, el Palacio virreinal, el Cabildo y las casas de los principales comerciantes, es decir, donde se concentraban los poderes religiosos, políticos y mercantiles.
Esta horca, instalada a la vista de todos, tenía desde luego la finalidad de ejecutar a los condenados, pero, por otro lado, al estar colocada en un lugar público y tan concurrido, tenía el propósito de mostrar a los habitantes a lo que se atenían si no cumplían con las normas de vida emanadas de la moral católica, así como recordarles que siempre eran vigilados por Dios.
Aunque la horca y los autos de fe tenían en el fondo el mismo fin de mantener el orden a través del miedo, hay ciertas diferencias. Los autos de fe eran actos con un mayor número de sentenciados, público y autoridades (virrey, audiencia, inquisidores, frailes); se azotaban o quemaban públicamente judíos, luteranos, herejes, brujas, hechiceros o bígamos. Eran además eventos excepcionales, pero de gran alcance, pues revestían también intereses políticos de la Inquisición en la ciudad; por último, representaban la derrota del mal y la imposición de la política real.
En cambio, las ejecuciones en la horca eran más cotidianas, la concurrencia era mucho menor y no se daban cita las grandes autoridades civiles y eclesiásticas. Eran actos que formaban parte de la norma social y de la vigilancia continua en el entorno urbano. Las faltas por las que eran sentenciados a la horca hombres y mujeres eran actos que dañaban el orden público, y se les señalaba como lacras inmorales o corruptores de la moralidad pública.
Entre la población había una percepción interesante de estos y los demás castigos aplicados, todo enmarcado en el ambiente religioso que se vivía en la ciudad: se pensaba que los castigados y ejecutados mantenían relaciones con el demonio, o incluso que lo encarnaban; ante esto, los feligreses encontraban refugio en el sonido de las campanas de las iglesias, pues se creía que bendecían los aires al repicar.
Para finales del siglo XVII y principios del XVIII empiezan a suceder cosas que marcarían un parteaguas en Nueva España en cuanto a la forma de gobierno. Hay un suceso importante conocido como el Tumulto de 1692, en el que los indios, hartos de la vigilancia y los castigos extremos, se rebelan contra las autoridades; fue un golpe duro contra el gobierno teologal, y marcaría el inicio del declive de la muerte como espectáculo público.
Llegados los borbones al trono de la Corona española a principios del siglo XVIII, y preocupados por el peligro de más tumultos como el de 1692, se dieron a la tarea de reorganizar el gobierno en el ámbito administrativo, poniendo atención en la vigilancia de los hábitos de la población.
Se instauraron censos poblacionales, se retomó la política de segregación para mantener a los indios separados de los españoles, y se creó la figura de la policía, todo con el fin de prevenir los delitos y mantener el orden público; los castigos serían ahora establecidos por la justicia de los tribunales; de esta manera comenzó el declive del paradigma teológico de gobierno mantenido por los Habsburgo en Nueva España.
En 1782 se dividió la ciudad en cuarteles, se trataba de una división civil, imponiéndose a la eclesiástica y disminuyendo la influencia del arzobispado. Los cuarteles cuadricularon la ciudad desde un pensamiento neoclásico, con la intención de reconocerla y controlarla en todos sus callejones; la vigilancia fue ganando importancia. Otras consecuencias fueron que la justicia se aplicaría ahora sin distinción de privilegios, incluyendo a los españoles, iniciando así el declive de la sociedad estamental. Desde luego disminuyó la influencia del arzobispado en los asuntos de la ciudad.
Dentro de este nuevo marco legal y social (fruto de la influencia de la racionalidad ilustrada), la horca se veía como símbolo de atraso, disminuyendo su presencia y poder público, lo mismo con los autos de fe; la Inquisición sería abolida a principios del siglo XIX. Se fue instaurando la investigación policíaca, sustituyendo a la confesión y a la cruz; las transgresiones ya no se veían como pecados, sino como actos conscientes o inconscientes, sujetos de proceso judicial.
Esta desacralización de la vida cotidiana en la Ciudad de México tuvo sus orígenes en los gobernantes que tomaron la bandera de la Ilustración como símbolo de una nueva época. En 1811 la horca fue revocada y un año después la inquisición fue abolida con las Cortes de Cádiz.
Con información de Marcela Dávalos López, “La horca, representación cotidiana de la muerte. Ciudad de México, siglos XVI-XVIII”.