“Este es un gobierno ilegítimo”. “Estamos ante un gobierno de comunistas con ministros etarras”. “El Ejército debe intervenir para evitar este gobierno en base al artículo 8 de la Constitución”.
Estas son solo algunas de las frases que hemos escuchado estos días en boca de dirigentes políticos y en numerosos medios de comunicación. Para aderezar la situación, un tanto berlanguiana (aunque no es para tomar a risa), la Conferencia Episcopal pide a sus feligreses que estén muy alerta y recen por España ante la investidura de Sánchez, Abascal llama a llenar las calles de Madrid el domingo “contra el okupa de la Moncloa”, y el que fuera el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra con Zapatero incita a cometer un golpe de Estado.
Mientras tanto la Junta Electoral Central intervenía en el debate de investidura dando una lección cristalina sobre que gobierno y Estado no son lo mismo y la sombra del “tamayazo” planeó durante toda la votación de investidura.
En este contexto cuasi apocalíptico nos encontramos con un retorcimiento intencionado del lenguaje. Así, el término “golpe de Estado”, que según la RAE es la “usurpación violenta del gobierno de un país” se ha llegado a utilizar, sin sonrojo, para definir las acciones de los independentistas en Cataluña. E incluso estos días estamos viendo como desde la derecha se acusaba en los días previos a la investidura de Pedro Sánchez de que se iba a “votar un golpe de Estado”.
El problema es que, usando el término de forma absurda y arbitraria, se puede llegar a despojar de su verdadero significado. Y en España, de otras cosas igual no, pero de golpes de Estado (de los de verdad) sabemos un rato. Sin ir más lejos, hace unos días se cumplían 145 años del golpe que dio el general Pavía, que supuso de facto el final de la I República.
Pero si hay un ejemplo en nuestra historia de cómo las élites no han dudado en recurrir a la violencia y el terror con tal de no perder sus privilegios es el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Y es que no hace falta que triunfe la revolución para que el capital se levante en armas en defensa de lo que ellos consideran el curso natural de los acontecimientos: que una minoría viva en la máxima opulencia mientras el resto lucha por repartirse sus migajas.
El Frente Popular, amalgama de partidos obreros y republicanos, no tenía un programa revolucionario. Pero los avances sociales y democráticos que impulsaba fueron suficientes para que la oligarquía, con el apoyo del clero y el ejército, se sublevase en armas contra la legalidad republicana. El resultado es de sobra conocido: cientos de miles de muertos y exiliados y cuarenta años de dictadura que truncaron los anhelos de progreso del pueblo español.
Más de ochenta años después algunos medios de la extrema derecha quieren hacer una analogía entre ambos gobiernos. Hasta han resaltado que el calendario de 2020 coincide con el del año 36, como si esto supusiese un presagio. Sin embargo, la propaganda derechista es manifiestamente falsa y lo que realmente existe es un gobierno que en el mejor de los casos podrá aplicar un tibio programa socialdemócrata. Lejos incluso del programa con el que laborismo británico se presentó a las últimas elecciones.
Ligeras subidas a las rentas más altas, eliminación de barbaridades como que te puedan echar del trabajo por enfermar, derogar medidas de excepcionalidad como la Ley Mordaza o igualar la publicidad de casas de apuestas a las normas que se aplican con el tabaco no parecen propuestas que justifiquen el nivel de alarma que se ha generado.
Si además tenemos en cuenta el compromiso del nuevo gobierno con las políticas de la Unión Europea y que una de las vicepresidencias corre a cargo de Nadia Calviño, exfuncionaria de las instituciones europeas, no parece que haya mucho margen para experimentar políticas que vayan por un camino muy diferente a las políticas que se vienen haciendo en los últimos años.
Porque ni hay nacionalizaciones en el horizonte ni se las espera, ni referéndum sobre la monarquía, tampoco sobre la pertenencia de España a la OTAN o la Unión Europea. Pese a todo ello la derecha ha iniciado una campaña de acoso, derribo y deslegitimación del futuro gobierno que nos debe hacer reflexionar.
La primera lección es que el capital puede tolerar ciertas reformas cosméticas, o una ampliación de los derechos civiles y políticos. Pero lo que no puede permitir es que le toquen la cartera ni mucho menos que se cuestione el modo por el cual una minoría se enriquece a costa del trabajo de la mayoría trabajadora.
En ese sentido, la apariencia de democracia, de libertad y de “Estado de derecho” llega a su fin cuando se impugnan las bases que rigen nuestra sociedad. Pero esto, ¿ocurre solo en España porque somos un país muy rancio y conservador? Por supuesto que no. En realidad, si echamos la vista atrás podríamos concluir que no ha habido un solo proceso revolucionario o mínimamente emancipador que no haya tenido una respuesta violenta por parte de las clases privilegiadas.
Podríamos remontarnos al primer ensayo de gobierno obrero, con la Comuna de París en 1871 y la sanguinaria represión que vino tras su derrota. O la propia revolución bolchevique, que se realizó prácticamente sin pegar un solo tiro pero que tuvo que soportar la resistencia de las fuerzas reaccionarias y potencias extranjeras durante años.
O el gobierno de la Unidad Popular en Chile, con Allende a la cabeza, que tras ganar las elecciones se atrevió a nacionalizar el cobre y lo acabó pagando con su vida. De hecho, la historia de Latinoamérica está plagada de golpes de Estado. Galeano lo describió magistralmente hace ya medio siglo en su célebre “Las venas abiertas de América Latina”.
Tristemente los últimos años hemos visto cómo las oligarquías de cada país, con la inestimable ayuda de los EEUU, hacía caer a prácticamente todos estos gobiernos (ninguno de ellos socialista, por otra parte) ya fuera a través de la “lawfare” o mediante golpes de Estado más o menos clásicos, como ha ocurrido recientemente en Bolivia. Como vemos, ejemplos hay muchos y muy diversos, pero todos tienen un denominador común: se atrevieron a cuestionar el orden establecido.
¿Qué queremos decir con esto? Que el gobierno del PSOE y Unidas Podemos podrá recuperar algunos derechos arrebatados la última década e intentar atajar algunos problemas acuciantes, como el del acceso a la vivienda de alquiler. Pero en ningún caso tocará los fundamentos del sistema.
Esto, en cambio, no ha sido impedimento para que los representantes más exaltados del capital, representados por PP, VOX y Cs, hayan comenzado una cruzada contra un gobierno que todavía ni se ha conformado. Por lo tanto, la enseñanza es clara: durante esta legislatura harán todo lo posible para hacer caer al gobierno, pero lo más importante, el día que el sistema comience a correr peligro, la clase dominante (que está representada también por el PSOE, no lo olvidemos) utilizará todas las herramientas de las que disponga.
No vivimos en los años 30 y una vez eliminado el servicio militar obligatorio, pensar que el pueblo se tenga que defender con armas, como en el pasado, suena a chiste o a ciencia ficción. Sin embargo, es indispensable conocer la historia y estar preparados, porque el día que nos levantemos de verdad tendremos todo en contra. Mentalicémonos desde ya porque lo que seguro no nos podemos permitir es la ingenuidad.
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