El miedo está totalmente instalado en nuestra sociedad, en nuestra mente, desde hace mucho tiempo. No es algo nuevo, que haya surgido con la pandemia. Y se usa como una forma de control social. Es un miedo que nos inmoviliza y desarticula cualquier forma de respuesta colectiva. Gracias a ese miedo se refuerza el orden establecido y fomenta las corrientes más autoritarias.
La RAE define la ideología del miedo como la “perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño, real o imaginario”.
La mejor forma de controlar ese miedo desde las instituciones es crear un enemigo “común”: el terrorismo, el narcotráfico, los insolidarios que se saltan el confinamiento… el “otro”. Este enemigo permite a los gobiernos y sectores de interés recortar las libertades en “beneficio” de la sociedad, legitimando, al mismo tiempo, las actitudes represivas del Estado. Al “otro” se le atribuye la culpa de lo ocurrido, de lo que puede suceder, sea real o no la amenaza, y genera, por tanto, la necesidad de protegerse de él.
Ante ese miedo, el ser humano reacciona de forma irracional, reinterpreta la realidad de su entorno y provoca un cambio que lleva a una conducta basada en la búsqueda de la estabilidad, del “orden” que se presupone que emana de un orden instituido.
Se trata de un fenómeno que puede llevar a convertirse en obediencia ciega y que puede también derivar en lo que hoy hemos conocido como la “Gestapo de balcón”. Cualquier acción que lleve a cabo ese Estado, encaminada a la salvaguarda del orden, es aceptada pasivamente por la población, a pesar de las tenciones sociales constantes que eso conlleva, y que conlleva también el germen de la desconfianza generalizada.
Este tipo de control se basa en el respaldo de los medios de comunicación, que se convierten en el respaldo de esas medidas. La “amenaza” es repetida constante y machaconamente, tanto que la sociedad acaba aceptándola y creyéndosela. Por eso mismo funciona.
Al mismo tiempo, se despliega otra arma esencial: la culpabilidad, que se busca en todos aquellos que no comulgan con la postura oficial. Estos voceros, los “fabricantes de miedo”, están alcanzando límites insospechados, en una sociedad en la que la información se manipula, se distorsiona, se tergiversa y se extiende a todos los rincones, casi al instante, a través de Internet.
Esos medios sirven como instrumentos para la transmisión de informaciones tóxicas que crean terror y preocupación en las personas. Todo el proceso busca neutralizar el pensamiento crítico, convirtiendo el conjunto de la sociedad en meros espectadores que se adaptan a lo que se imponga desde el sistema.
La respuesta de las instituciones (gobiernos, partidos políticos, grupos de interés, etc.) es buscar el discurso que permita mantener la exclusión del “otro”: la unidad nacional se convierte en la excusa, el mensaje subjetivo, que busca servir como excusa para legitimar sus acciones, aprovechando la coyuntura creada por el miedo social. Así, el Estado consigue la absoluta libertad de acción a favor de sus políticas, el pretexto ideal para socavar cualquier intento de protesta social que amenace sus intereses.
Por ejemplo, la lucha contra el terrorismo se ha convertido, en muchos estados, en la excusa perfecta para mantener el control social y aplastar cualquier forma de disidencia. Esto lo hemos visto también en España, cuando los gobiernos de diferentes colores políticos han esgrimido el miedo a ETA como una forma de imponer medidas de recorte de las libertades sociales. En Francia, por ejemplo, tras los atentados de París de 2015, el 86% de los franceses declaraba que estaba dispuesto a perder parte de sus libertades, a cambio de la seguridad que podían proporcionar las medidas coercitivas propuestas por el Estado.
También un problema estrictamente sanitario, como la pandemia que nos afecta, sirve como elemento para apuntalar las acciones de recorte de las libertades del Estado. Por ejemplo, las fobias sociales y paranoias indiscriminadas generadas por ciertos medios de comunicación, han provocado un gran alarmismo en el ámbito del coronavirus.
La creación artificial de atmósferas de miedo social sirve para obligar a los ciudadanos a blindarse frente a las situaciones que el Estado manipula, para imponer sus fines. El miedo genera pánico y elimina, de un plumazo, a la disidencia.
En la actualidad, el miedo está adoptando rostros nuevos. Aunque se sigue esgrimiendo el miedo a ETA, ahora aparecen elementos nuevos, como la “dictadura de los mercados”. Este nuevo rostro del miedo surgió con las últimas crisis económicas que han sacudido el mundo. Conceptos como el miedo, la pobreza o la inseguridad se han incorporado a la ecuación: el miedo a quedarse en paro, a la pobreza, a perder la vivienda, miedo a gastar, etc.
La cultura del miedo se afianza cada día más, a nivel global, como un mecanismo esencial para dar respuesta a las problemáticas estructurales. Gracias a esa percepción, los estados, lejos de buscar el origen de los problemas, restringen las libertades, aumentan los impuestos para “garantizar la seguridad ciudadana”, etc.
El miedo colectivo es un fenómeno que se agrava cuando desde el ámbito académico no se promueve el debate de las ideas, ni los medios de comunicación hacen su trabajo como “buscadores de la verdad” y se centran en la mercantilización del conocimiento, convirtiéndose en los voceros del poder.
Bajo este mecanismo de miedo se bloquean las capacidades de raciocinio de la ciudadanía. Eso lleva a un estado de paranoia que hace a la sociedad insensible o indiferente a los abusos cometidos en aras de la “seguridad”.
Se trata de un miedo que provoca un grado de sufrimiento mayor que el meramente físico. Provoca estrés y angustia permanente, y el daño psicológico puede convertirse en permanente, al estar siempre latente la amenaza de sufrir la violencia del Estado.
Todos tienen miedo y yo también. El miedo no me deja dormir. Nada funciona bien, excepto el miedo. La gente corriente necesita el trabajo diario para compensar el caos cotidiano. (“El huevo de la serpiente”).
Una vez que se inocula el miedo en la sociedad de forma constante, se produce la desconfianza, el conflicto hacia el “otro”, que tiene la culpa de todo. Ya está creada la necesidad de protección: el “otro” es el enemigo, de forma que del miedo surge el odio, y ambos se retroalimentan. Además, el miedo es contagioso: en la sociedad, el miedo engendra su propio fenómeno de extensión y ampliación.
El miedo nos rodea, está por todas partes, tiene muchos rostros: miedo a la pobreza, al fracaso, a la marginación, a las enfermedades, a la inseguridad, a los criminales, a los extraños, a la violencia, etc. Y en medio de una sociedad excesivamente (y muy mal) informada, pero al mismo tiempo poco crítica con los imputs que recibe, las reformas impulsadas por los sectores más neoliberales se continúan afianzando.