La mayoría de las relaciones sentimentales tienen parte de miel y parte de guerra. Ser empalagoso nunca dejará de ser una forma de batallar, de invadir al contrario con ansiedad y afecto, de penetrar en los sueños de tu cónyuge para imponer tu realidad. Por otra parte, amar consiste en ser capaz de dejar un hueco en tu alma para guardar en él las ambiciones e ideales de la persona a la que entregarás tu vida y por la que serás capaz de renunciar al minimalismo que te prometía la soltería. De ahí nacen las tensiones más puras, al no saber quién está dispuesto a entregar más espacio y energía. Por la lucha de poderes y por escoger quién dirigirá el rumbo, quién construirá un nido para el descanso y quién no abandonará el camino cuando las circunstancias se compliquen.
“Día de lluvia en Nueva York” es un cuadro impresionista en movimiento con pinceladas incesantes de ternura e ingenio. Una oda a la lluvia para aquellos que buscan regodearse en sus propios lamentos y que encuentran su inspiración en el desastre y la ruina. Para cualquier depresivo, un día lluvioso es un hermano mayor, un ídolo al cual imitar que parece tan comprensivo como admirable. Este es el caso de Gatsby (Timothée Chalamet), un joven universitario acaudalado que no tiene claro sobre qué sostener su vida, pues solo le agradan los juegos de azar y llevar la contraria a su madre por sistema. Sin embargo, lo único que comparte con su progenitora es su cariño hacia su novia Ashleigh (Elle Fanning), una compañera de facultad rica y hermosa que anhela ser periodista. Y será este amor tan vitalista el que le llevará de nuevo hacia su Nueva York natal.
Gracias a una entrevista que Ashleigh tiene que realizarle al cineasta Roland Pollard (Liev Schreiber), la pareja visitará Manhatthan y planeará todo tipo de actividades peculiares. Todo ello bajo la batuta de un entusiasmado Gatsby, quien poco a poco empieza a ver cómo la orquesta de las circunstancias es incapaz de seguir el ritmo de sus deseos. Nada saldrá según lo planeado y pronto el imberbe neoyorquino se deberá enfrentar a todo aquello que quiso evitar durante su vuelta a la ciudad. Entrando en la primera media hora de la acción, la armonía de la pareja se desdoblará en dos tramas diferentes. En dos mundos paralelos con los que el espectador escogerá bando. ¿Abandonarías el reportaje de tu vida por ir a un piano bar con tu chico? ¿Estarías dispuesto a mentirle a tu madre para no acudir a su pomposa fiesta de otoño?
Ella, alegre, madura y ambiciosa. Con un efecto halo que le permite conectar con todo el mundo, con una inteligencia que se ahoga en su aparente ingenuidad. Él burlón en su propia comodidad, insolente, culto por obligación y callejero por vocación. Un personaje con el gatillo de la edad adulta atascado, un soñador de pesadillas que necesita monóxido de carbono para vivir. Él, huyendo del glamour que se le impuso desde la cuna. Ella, envuelta en una atmósfera de creatividad y talento de la que le resultará difícil querer salir.
“¿Por qué a las mujeres les gustan tanto los hombres mayores? ¿Qué hay de atractivo en la pérdida de memoria a corto plazo?”. Regodeándose en la virtud de su juventud, Gatsby recorrerá sus lugares favoritos, se reencontrará con viejos amigos, disertará con su hermano sobre el compromiso y callejeará junto a Chan (Selena Gómez), la hermana pequeña de un antiguo amor que le ayudará a disfrutar de sus frustraciones. Una retahíla de frases ingeniosas, de metáforas visuales y de problemas del primer mundo ridiculizados en pantalla nos acompañarán durante una cinta amena, perspicaz y disfrutona.
Una puesta en escena elegante sabrá expresar la esencia de la burguesía y la sorprendente vulgaridad de las vidas de los más poderosos de la Gran Manzana. La acción de la película siempre estará dispuesta a reanudar la marcha, sin pausas ni prisas innecesarias, y nos transportará por los distintos lugares a los que solo un cóctel de dinero y paranoia es capaz de llevarnos con tanta soltura. “¿Tu novia es de Arizona? ¿Y sobre qué hablas con ella? ¿Sobre cactus?”, “He hipotecado todos mis castillos en el aire. Todo me pasa a mí”. Donde hay un piano, hay poesía. Donde hay complicidad, nacen las frases más ocurrentes y genuinas.
Por lo demás, podemos hablar de actuaciones cómodas, de situaciones bien comunicadas, hilvanadas como engranajes de ingenio perfectamente engrasados con sofisticación e ironía. Woody Allen y Nueva York han nacido el uno para el otro, no solo el primero del segundo. El curtido director no debe ni quiere salir de su zona de confort a pesar de las voces críticas que siempre califican sus últimos filmes como “No es lo mejor de su carrera”. “Día de lluvia en Nueva York” es una declaración de amor y desamor, una exaltación de aquellos que son adictos a la sordidez y a la vez un guiño a los que gozan de la belleza e inspiran el mundo con su optimismo.
Cuando parece que cada persona ha visto una película distinta, cuando las críticas no aparentan estar fabricadas con un mismo molde de elogios o decepciones, el genio del celuloide ha cumplido su trabajo. No necesita descorazonarnos, ni partirnos el pecho en carcajadas fáciles. Es más, durante todo el relato asimilamos la inverosimilitud de los hechos gracias a las enzimas del sentido del humor y reflexiones intelectuales que barnizan la aparente simplicidad del argumento.
Una escena álgida y única protagonizada por la confesión de la odiosa madre de Gatsby, nos hará darle la vuelta a todo lo que creíamos sobre las fortunas y el mundo de los extremadamente cultos. No obstante, a pesar de la sinceridad y el descubrimiento de la pieza que le faltaba a una vida protagonista, la película acaba cuando la lluvia todavía no ha madurado. No lo hará hasta nieve en Nueva York y la rebelión de los veinte años se congele en nuestra memoria.