Las instituciones del Estado suponen la estructura en la que se sostiene el estado de derecho en una determinada república. Dependiendo de su estado, la calidad de vida de los ciudadanos que viven bajo ellas será mejor o peor. Unas instituciones podridas por la corrupción y vulneradas por intereses económicos, como en el caso de Ecuador, terminan influyendo negativamente en la realidad cotidiana del pueblo.
Ya hemos visto cómo la degradación de las instituciones de Ecuador ha desatado la persecución política, la represión, la censura, el aumento de la pobreza, y el recorte en educación y en salud, que de manera inmediata ha dejado sin acceso a esos derechos a varias decenas de miles de personas.
El régimen de Lenín Moreno, de maneras autoritarias propias de una dictadura, y con acciones gubernamentales más cerca del fascista Jair Bolsonaro que del socialista Evo Morales, lleva atacando el andamiaje institucional de Ecuador desde el primer día.
Quizá lo más grave sucedió al principio, por aquello del elemento sorpresa. Desde luego a Lenín Moreno le funcionó y pudo golpear dos veces, una para concentrar todo el poder en sus manos -todas las autoridades judiciales son encargadas, es decir, escogidas a dedo por él tras purgar ilegalmente a las figuras constitucionales-, y otra para impedir que Rafael Correa pudiera volver a presentarse a la reelección.
Desde entonces, el fascismo ecuatoriano, por una falta escandalosa de inteligencia política, ha tenido que ir quitándose la máscara un poco cada vez, hasta dejar al descubierto un rostro frío e impasible cuando mira al pueblo, pero sonriente y amable cuando mira a la oligarquía. Una situación que no estaba contemplada, pero que a cada error cometido han respondido con una huida hacia adelante que siempre ha supuesto una nueva degradación de la institucionalidad ecuatoriana.
Un ejemplo perfecto es la vicepresidencia. Cuando Jorge Glas se opuso a seguir a Lenín Moreno hacia el neoliberalismo, el actual presidente inició un proceso judicial en el que las pruebas brillaron por su ausencia, tanto que la condena no está ejecutoriada, y sin embargo Glas está en la cárcel, si la institución judicial estuviera en buen estado e hiciera cumplir las leyes de la república, el vicepresidente constitucional no solo estaría en libertad, sino también en el cargo conseguido en las urnas.
Sin embargo la podredumbre es tal, que el último y actual vicepresidente elegido por el poder legislativo (la Asamblea Nacional de Ecuador), Otto Sonnenholzner no podía haber sido elegido porque la ley lo prohíbe. Nadie que tenga fondos en paraísos fiscales puede ostentar un cargo público, y Otto Sonnenholzner posee una empresa con domicilio fiscal en Panamá. La ministra de Interior, María Paula Romo aseveró que el nuevo vicepresidente había renunciado a ella. Mintió. Otto Sonnenholzner se quitó del directorio de la entidad para poner a dos testaferros, lo que también esta contemplado en la ley como un impedimento para optar al cargo. Y no ha importado.
Allá donde se mire la institucionalidad de Ecuador está reducida a cenizas. El robo de la banca permitida por las instituciones por los vínculos de éstas con la matriz del atraco, la empresa GEA, la posesión privada de todos los medios de comunicación que fulminan a los periodistas que destapan casos de corrupción, ministros cayendo semanalmente por corrupción o por no ser éticamente capaces de ejecutar los recortes neoliberales de Lenín Moreno, el chantaje a exagentes de inteligencia para perseguir al expresidente Rafael Correa…
Sin institucionalidad no hay democracia. Sin democracia no hay libertad. Sin libertad no hay derechos. Sin derechos hay Ecuador, el Ecuador de Lenín Moreno.