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Recomposición oligárquica y el colapso de la democracia ecuatoriana

Tras 10 años de dictaduras, en el año 1978 el Ecuador emprendió en lo que el triunvirato militar llamó el “Proceso de Retorno“. La lógica de aquel entonces dictaba que los gobernantes militares implementarían, de forma progresiva, procesos electorales bajo su tutela a fin de que el país cuente con nuevas autoridades elegidas democráticamente además de un orden constitucional novedoso. Se quería impedir que el sistema regrese al orden oligárquico tradicional que, salvo instancias de progreso aisladas, produjo un agotamiento anterior y condujo a una intervención militar reformista. Los militares, en toda su iluminación libertaria, creían en la necesidad de consolidar la institucionalidad del Estado a fin de limitar las imposiciones de los sectores pudientes y caudillos que se habían enquistado en los partidos tradicionales desde los años 50 y 60. Además, se quería otorgar mayor representación a sectores populares que hasta el momento habían sido excluidos del proceso democrático.

En las primeras elecciones presidenciales libres, ganó, de forma sorpresiva, el abogado Jaime Roldós Aguilera con una propuesta progresista de centro izquierda que incomodó de inmediato a los grupos de interés pertenecientes a las burguesías costeñas y serranas. La transición a un nuevo Estado de Derecho no estuvo libre de tropiezos pues aún quedaban rezagos de la sociedad ecuatoriana conservadora que habría preferido la permanencia de la dictadura militar, al igual que sectores empresariales que se habían acostumbrado a la obsecuencia castrense a sus caprichos mediante el subsidio permanente de sus aventuras industrializadoras.

Desde un inicio se quiso controlar políticamente al Ejecutivo e impedir excesos desde el Legislativo. De arranque existió una permanente obstaculización a la agenda política del Ejecutivo lo cual desembocó en una pugna de poderes que contribuyó a la devaluación de la política a nivel público. En las décadas de los 80 y 90 las disputas políticas y el permanente chantaje de desestabilización generaron un rechazo generalizado de la clase política. El juego de peso y contrapeso de los poderes fue excesivamente flexible al punto de impedir la consolidación de institucionalidad.

Existió un ejercicio consecutivo de elecciones libres y periódicas hasta el año 1996 cuando se da la expulsión irregular de Abdalá Bucaram de la Presidencia de la República. A los seis meses de haber sido posesionado, las fuerzas políticas de oposición se juntaron para promover su salida. Con la excusa de “incapacidad mental para gobernar”, figura inexistente en la Constitución de aquel entonces, se logró su destitución en medio de una convulsión social manufacturada. Para entonces, el multipartidismo contribuyó a un fraccionamiento de la representación y la existencia de gobiernos débiles. Este sistema históricamente fraccionado había limitado la gestión gubernamental y obligado a los gobernantes a buscar alianzas frágiles. También limitó la capacidad de estos en la consolidación de agendas políticas de largo aliento. Sin embargo, el golpe de Estado a Bucaram marcó la profundización de una crisis de gobernabilidad que dio paso a un sin número de inconstitucionalidades y actuaciones irregulares, todo en nombre de la recuperación de la democracia.

El reformismo permanente en el que cayó la clase política ecuatoriana en esa fase (que duró hasta el año 2006) hizo que las organizaciones multilaterales declaren al Ecuador un Estado inviable por su inestabilidad política, inseguridad jurídica y permanente caos institucional. Siempre tras bastidores, la prensa ecuatoriana (comúnmente en manos de sectores empresariales) ha jugado un papel activo de “control político” y de mecanismo de presión a través de la manipulación de la opinión pública y la obstaculización directa a la construcción de la diversidad de opiniones. De esta manera, la prensa privada se ha convertido en un mecanismo de imposición de posiciones de sectores pudientes en lugar de funcionar como contrapeso al poder constituido.

Durante toda la decadencia del sistema democrático ecuatoriano desde el retorno a la democracia, los sectores políticos ecuatorianos insistían en su inclusión en la toma de decisiones y en la consolidación de una democracia genuinamente participativa. Sin embargo, lo que se vivía eran en realidad ciclos de recomposición oligárquica que requerían de actores secundarios para su legitimación en una confabulación corporativa perversa. La única constante para la permanencia de la democracia ha sido la capacidad de adaptación a las características de equilibrios y fraccionamientos en un juego político informal que sobrevive a pesar de la inestabilidad.

Es en esa década (1996 a 2006) que se da una convergencia simultanea de crisis tanto de representación, de gobernabilidad, como de reivindicaciones sociales exacerbadas por el fracaso de políticas económicas de corte neoliberal. En este periodo el país vive una agudización de las polarizaciones internas y obstaculización en la que se destaca un creciente irrespeto a las reglas establecidas. Si bien, el Congreso legitima las salidas de Abdalá Bucaram (1996), de Jamil Mahuad (2000) y de Lucio Gutiérrez (2005), fue la acción colectiva y la movilización social las que promulgaron la destitución irregular de presidentes. Así, la protesta llevó a situaciones de hecho que transgredían la institucionalidad y los canales de ventilación supuestamente establecidos. La protesta, en este periodo de ingobernabilidad, se convirtió en parte del sistema político. Cabe destacar que las normas de aquel entonces otorgaban a las FF.AA. un papel de mediador y garante de la democracia, figura que se modifica con la Constitución de Montecristi del 2008 y la Ley de Seguridad Pública.

Los partidos políticos entraron en crisis lo cual permitió la emergencia de agrupaciones menos tradicionales lideradas por figuras de televisión o empresarios. Así mismo, la corrupción generalizada generó un desgaste de toda la clase política y la pérdida de confianza. Esto también desembocó en una creciente apatía hacia el sistema democrático como tal, al punto de que el segmento de la población que dice que le da lo mismo un sistema democrático o no democrático se ha incrementado significativamente. Hasta el 2017 se hablaba crecientemente del fracaso de la democracia como sistema para satisfacer las expectativas de igualdad de derechos o una extensión de derechos.

El hastío con las dirigencias partidarias tradicionales ha llegado a un punto de inflexión. Sin embargo, lo que se vive en el Ecuador al año 2018 no es una mera rearticulación del neoliberalismo sino algo más profundo y rupturista: la recomposición de fuerzas oligárquicas que, sin contrapeso social alguno, tiene vía libre para la consolidación de una plutocracia criolla que instaura de facto un sistema exclusivamente corporativo, jerárquico, personalista y excluyente, al margen de todo precepto democrático. Sobre esa plataforma se ha desatado un fuerte elemento de persecución y judicialización del conflicto político, que no ha sufrido crítica alguna o mínima de la comunidad internacional de derechos humanos prodemocracia que se limita a mirar impávida la descomposición de la institucionalidad democrática.

En suma, estamos ante un escenario de sordo revanchismo e ilimitada hambre de poder que desconoce en absoluto a los segmentos de la comunidad política que antes habrían contado con, al menos, una cuota de poder para satisfacer sus exigencias de inclusión. A eso debemos agregar la supuesta reestructuración del sistema que se dio sin el aval electoral de la ciudadanía o, al menos, desconociendo antojadizamente parte de ella, pues en los comicios presidenciales de 2017 una mayoría democrática del 52% votó por la continuidad de un proyecto progresista y de justicia social; no por la aplicación de políticas regresivas, represivas y excluyentes.

Al cierre del año 2018, el Ecuador vive una vacancia constitucional (figura inexistente en la Constitución), no cuenta con Fiscal General de la Nación, Corte Constitucional, Consejo de la Judicatura, Contralor, Consejo de Participación Ciudadana y se ha designado al tercer vicepresidente en 18 meses, por lo que efectivamente se ha consumado un golpe de Estado transicional que ha desmontado la institucionalidad del Estado y ha reducido las funciones de transparencia, control social y sistema judicial a los encargos transitorios de personajes puestos arbitrariamente por su afinidad política.

De modo que no se trata tan solo de la descomposición del orden constituido sino de un panorama aún más dramático y de difícil pronóstico en cuanto a su desenlace (aunque todo apunta a que pueden reeditarse escenarios de desestabilización y convulsión como los de 1997, 2000 y 2005): un ataque al sistema de representación que ha dejado inservible al Estado y, por ende, afectado sus funciones como garante supremo del bienestar de la sociedad. Hay una apropiación del poder sin legitimidad que el país jamás ha visto: los poderes conservadores se han enquistado en los remanentes de la institucionalidad del Estado a fin de apuntalar una agenda privatizadora, corporativa y plutocrática que se sostiene sobre la vendetta como único elemento articulador de una flácida administración de justicia, hoy convertida en el martillo que simplemente se encarga de clavar sobre el suelo las picotas en las que se colgarán las cabezas de los “trofeos” sentenciados por las elitistas corporaciones de comunicación para justificar, precisamente, ese afán revanchista y la toma del poder mediante el odio.

A espaldas de la ciudadanía han impulsado una agenda económica regresiva, reaccionaria y de austeridad que ha significado altos índices de desempleo, despidos masivos, fuga de capitales y beneficios tributarios para el empresariado. Los avances en materia de protección social y reducción de la pobreza de la década entre el 2007 y el 2017 han quedado aniquilados, así como la incipiente institucionalidad que dejó armada. El país, al parecer, retorna a su estado natural de caos e inestabilidad y la clase política, cual parásito, ha encontrado la mejor manera de adaptación al nuevo ambiente.