Yo no soy racista, pero… ¡lo soy!
Desde hace un par de décadas vemos cómo partidos de extrema derecha, racistas, xenófobos, homófobos, y con otras muchas “cualidades”, están entrando en los parlamentos e, incluso, en gobiernos de coalición en muchos países y regiones de Europa.
Los últimos casos han sido en nuestro propio país donde, hasta ahora, nos habíamos librado de la vergüenza de tener que decir que tenemos un partido de extrema derecha en el Congreso (aunque haya otros que se les parezcan). Pero eso cambio, primero en las elecciones andaluzas de diciembre de 2018, y después en las elecciones del 28 de abril.
Gracias a eso, hemos entrado en la “selecta” Europa que tiene partidos de extrema derecha en sus parlamentos, como Alemania, Austria, Suiza, Suecia, Francia, Italia, entre otros. Lo peor de la presencia de esos partidos es que, además de marcar la agenda política de sus países (como ha demostrado el desastroso giro, para ellos, del PP hacia el extremismo), demuestra, una vez más, lo frágil que es la convivencia democrática en nuestra sociedad europea.
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Estos partidos, con una retórica que mezcla, paradójicamente, los aspectos más retrógrados y “casposos” del fascismo de los años 1930-1940, con los aspectos más “modernizantes” del neoliberalismo económico, están poniendo sobre la mesa un discurso plagado de viejos “enemigos”, del temor al “otro”, al diferente, al que “no se integra”. Esto lo hemos visto en los resultados electorales en algunas zonas de España, pero también en Alemania o Austria, donde el temor al inmigrante y la crisis de valores democráticos han aupado a opciones como Alternative für Deutschland o a VOX a parlamentos nacionales.
Incluso cuando plantean sus “nuevos planteamientos” sociales o económicos, esos movimientos lo que están haciendo es despertar el viejo demonio del racismo, bajo un nuevo disfraz. Pero si rascamos mínimamente en la superficie de ese discurso es posible detectar fácilmente la transformación de esa retórica de la exclusión del “otro”. Además, este discurso populista ha servido también para disfrazar los verdaderos orígenes sociopolíticos de la pobreza y la precariedad moderna.
El racismo no está desapareciendo, sino más bien todo lo contrario. Pero está adaptándose a nuevos conceptos, cambiando la raza por la cultura.
La construcción de Europa ha generado un espacio abierto, sin fronteras, sin trabas… para aquellos que no son el “otro”. Las fronteras internas se han eliminado, permitiendo la movilidad de sus ciudadanos. Pero, al mismo tiempo, se han establecido fronteras externas aún más estrictas, menos permeables, para los que ahora conocemos como inmigrantes “extra-comunitarios”. Además, la crisis económica ha agudizado los problemas internos de Europa, pero también las crisis que afectan a esos países “extra-comunitarios, lo que ha impulsado que su población abandone sus casas, huyendo del hambre, la guerra y la pobreza, para conseguir el ansiado sueño europeo que los saque de esa situación. Lo digo, por si alguien piensa que se van de sus casas por gusto…
Y los partidos de extrema derecha (y, en algunos casos, no tan extrema derecha, como el PP o Ciudadanos en algunas de sus posturas) han plasmado en sus discursos ese miedo al “otro”, plasmando en sus discursos los temas relacionados con la inmigración.
Esto ha llevado a extender y popularizar una imagen del inmigrante como extranjeros amenazadores e indeseables. Y los que ya viven entre “nosotros” se enfrentan a una creciente hostilidad social, porque los partidos de extrema derecha o los gobiernos conservadores (o socialdemócratas, incluso, cuando ven amenazados por un avance por la derecha) alimentan las fobias de la población con ese discurso. Eso extiende la retórica de la exclusión, que sirve también para ensalzar una identidad nacional basada en la exclusividad cultural.
Además de los partidos políticos, la opinión pública, influenciada por los medios de comunicación, culpa cada vez más a los inmigrantes, que no tienen “nuestras” costumbres y valores culturales, y que quieren mantener las suyas propias. Estos colectivos son culpados también de todos los problemas socioeconómicos que, en realidad, han sido provocados por los reajustes derivados del capitalismo más salvaje, que ha surgido con la crisis económica de los últimos años.
Así, los defensores de cerrar las fronteras, de expulsar a los inmigrantes, de acabar con la llegada de refugiados, han logrado provocar la animosidad hacia los inmigrantes, exagerando los “problemas” de suponen esos inmigrantes. Esos supuestos “problemas” sirven para intensificar los difusos temores de la población, distrayendo el descontento popular de las verdaderas causas de la recesión económica, y centrando el foco popular en “el inmigrante que nos quita el trabajo y las ayudas sociales”.
Los medios de comunicación y determinados sectores políticos hacen alusiones veladas (e, incluso, directamente abiertas) a la amenaza que supone para la sociedad occidental la enajenación o alienación cultural. Y eso les sirve para justificar sus planteamientos racistas. Porque, en definitiva, el problema no somos nosotros, que somos las auténticas víctimas, sino “ellos”, que amenazan con socavar nuestro estado del bienestar, nuestra cultura y nuestras tradiciones.
Aunque debería ser evidente, no lo es: los inmigrantes no son la causa de la recesión, del desempleo, de la falta de ayudas sociales, de la escasez de vivienda, de los recortes, de los problemas en la sanidad, de las deficiencias de los servicios sociales, etc. en realidad, los inmigrantes se han convertido en los “chivos expiatorios” de los problemas socioeconómicos que nos aquejan. Y este es un planteamiento verdaderamente exitoso, porque apela a un concepto exclusivista de pertenencia “territorial”, de propiedad sobre unos derechos políticos y económicos que nos son de uso exclusivo a “nosotros”.
El discurso de la exclusión, por tanto, se basa en el miedo a la amenaza que supone el inmigrante para la cohesión de la comunidad nacional, nuestra cultura, nuestra forma de vida, tradiciones, etc.
“El racismo cultural desprecia a los otros y atribuye unos rasgos negativos a su identidad étnica, a la vez que elogia las virtudes del temperamento nacional o étnico de su propio grupo”. Manuel Delgado.
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El concepto de la exclusión ha llevado a la transformación de los discursos de los partidos de derechas de toda Europa, convirtiéndose en el concepto del “racismo diferencial”: se exagera la diferencia cultural entre las comunidades, de forma que los inmigrantes se convierten en una auténtica amenaza a la identidad nacional del país anfitrión. Y de ahí deriva el absoluto rechazo al “mestizaje” cultural, porque se convierte en una tarea esencial la defensa y preservación de la identidad cultural propia. De esta forma, y siempre hasta cierto punto, se descarta el concepto de racismo “racial”, y se concibe únicamente en términos culturales, de tradición, herencia, memoria, etc., porque el racismo racial quedó totalmente contaminado por los acontecimientos derivados del Nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
Además, esta nueva variedad de racismo cultural evita los aspectos más problemáticos del racismo clásico y permite a la extrema derecha asumir una patina de “respetabilidad” política: se disfraza el racismo con un nuevo patriotismo que ensalza la identidad nacional, la diferencia cultural, de forma que se percibe de manera diferente la supuesta amenaza a la paz social de la nación. Pero, al mismo tiempo, permite que la defensa cultural de los valores propios proporciona una legitimación fundamental para la exclusión de los inmigrantes, yendo, incluso, más allá de las meras diferencias culturales para pasar a conceptos aún más radicalizados.
A pesar de todo lo dicho, este racismo, esta xenofobia, no se limita únicamente a la ideología política de extrema derecha, sino que sirve para apoyar el fundamentalismo cultural de las tendencias sociales que defienden la cultura propia por encima de la del “otro”, y explica la incapacidad de ese “otro” para asimilarse, para permitir la convivencia en la sociedad de acogida.
La desigualdad está construida sobre el pilar del racismo aunque, a posteriori, tiene muchas derivadas. Y es por eso que debemos prestar toda nuestra atención a aquellas manifestaciones racistas que se esconden, muchas veces, en manifestaciones revestidas de legitimidad, a pesar de ser formas de discriminación social y cultural.
Si queremos otra Europa, una Europa fundamentalmente democrática para todos, debemos resistir activamente a este tipo de discursos, a través de la formulación y extensión de discursos diferentes, alternativos, antirracistas, que analicen críticamente las verdaderas causas de ese racismo, de las desigualdades y de las crisis. Es la única forma de conseguir una auténtica convivencia democrática.