Ecuador vivió momentos de terror los primeros trece días de este mes. Las protestas masivas ante la eliminación de los subsidios de la gasolina y diésel generó lo jamás impensable. Al final el acuerdo entre el movimiento indígena y el gobierno dejó un sabor amargo por los 8 muertos, los cientos de heridos (incluyendo policías, militares y periodistas), el centro histórico y muchos sectores de Quito destruidos, algunos lugares saqueados y vejados. Bajo este contexto, es imprescindible analizar los discursos de odio de los actores políticos y sus efectos sociales.
Pero además de todo lo anterior, hay una herida muy abierta y con semblante de algo imperecedero: el racismo, el clasismo, el regionalismo, la discriminación y una marcada división política latente y desnudada por la retórica de odio en la sociedad ecuatoriana.
Los discursos políticos
“Que se queden en el páramo”, dijo el exalcalde Jaime Nebot Saadi, refiriéndose a la supuesta llegada de los indígenas a Guayaquil. “El patojo de mierda” exclamó Jaime Vargas, presidente del movimiento indígena CONAIE, en una de la reuniones que tuvieron en el Ágora la Casa de la Cultura. “El golpe correísta”, dijo Lenín Moreno en redes sociales para justificar el origen de las protestas buscando un chivo expiatorio para no asumir sus errores.
La oposición al gobierno de Rafael Correa lo acusó de ser quién dividió al país con una retórica de confrontación entre clases sociales. “Pelucones” (más antes se usaba en nuestro país la palabra “aniñados”) era el término con que Correa tildaba a las personas adineradas.
Si bien, no fue el mecanismo político más pertinente, Correa, se atrevió a decir algo que tiene mucho de verdad, que las desigualdades sociales de nuestro país son producto de gobiernos que actúan en función de una clase social determinada: la burguesía, y que ésta, no se conecta con las necesidades de las capas más bajas de la sociedad.
Correa empleaba también los términos como “prensa corrupta”, cuyos involucrados, algunos -ojo algunos- grandes medios de comunicación, que más allá de haber jugado un papel trascendental en apoyo procaz al gobierno de Lenín Moreno, ya están estigmatizados en gran parte de la sociedad.
Y esto se suscita no solo por el discurso de Correa, sino porque el accionar de cierta prensa en este país, dista mucho de los manuales de ética, y rara vez está en función de los ciudadanos. Cabe aclarar que no podemos decir lo mismo de muchos medios locales, comunitarios y digitales, que informan con veracidad, profesionalismo y responsabilidad social.
Los discursos de la sociedad
Regresando a lo antes planteado, Rafael Correa solo estaba desempolvando lo que ha estado camuflado y latente durante siglos: que ciertos sectores padecen de una especie de superioridad por ocupar un lugar determinado en la sociedad, sea este por cuestiones económicas, de clase, de raza, lugar, región, religión o ideología. De ahí que, por ejemplo, parte de la oligarquía ecuatoriana y sus protagonistas digan que se consideran a sí mismos como “la gente de bien”, “los de buena cuna”, “los de buena familia”, “los de buen nombre”; y ahora por último nació otro término: “los quiteños de cepa”. El clasismo en su máxima expresión.
El regionalismo sigue estando presente en nosotros, “los monos” y “los longos” ya existían desde hace mucho y solo esperan la situación oportuna para formar parte del conglomerado despectivo a utilizarse. “Los monos son pura boca” decían algunas personas de la sierra refiriéndose al “poco” movimiento de la ciudadanía en Guayaquil frente a la medidas del gobierno.
También el racismo despertó de repente, la palabra “indio” -lo correcto es indígena- fue muy empleada despectivamente en las “marchas por la paz” de Guayaquil para descalificarlos y además tacharlos de “malandros”, “maleducados” e “ignorantes”. Había que poner “mano dura” y “darles bala” porque son “delincuentes”, “vándalos”, “terroristas” y “saqueadores” dijeron ciertos ciudadanos, periodistas deportivos y famosillos de la televisión.
La xenofobia también fue otro relato que se escuchó: “son venezolanos infiltrados en las protestas”, “seguro que los que saquean son venezolanos”, decían algunos. Incluso el gobierno acusó y apresó a 19 venezolanos en el aereopuerto de Quito, supuestamente por “conducta inusual”. Se comprobó que 15 de ellos eran inocentes de lo que se les acusaba; no obstante, el gobierno nunca se disculpó.
El mecanismo detrás del lenguaje de odio
El problema de los discursos de odio es que quienes los emiten tiene un poder enorme frente a las masas. Dictaduras despiadadas y genocidios se han perpetrado a lo largo de la historia, y se inician bajo el supuesto de que todo se lo hace por el bien común del grupo.
Pero detrás de todo siempre está la idea de que existe un grupo humano superior a los otros y que ese derecho autoasignado permite eliminarlos o aniquilarlos porque se los considera inferiores y un peligro para la sociedad. No se les hace conocido el discurso de Lenín Moreno, de estigmatizar al correísmo y perseguir a sus líderes -cual cacería de brujas- aduciendo que todos son corruptos y ahora hasta golpistas.
No les resuena las palabras de Jaime Nebot (y también de Cinthia Viteri) que, bajo la excusa de “proteger y defender a la ciudad”, llamaron a los ciudadanos a salir a las calles a una “marcha por la paz” para enfrentarse con “los vándalos y saqueadores” que vendrían a invadir Guayaquil. “Nos toca a nosotros reemplazar al Estado y castigarlos como se los tiene que castigar…esta es la ciudad…del puño cerrado capaz de golpear mortalmente a quien ofenda la ciudad”, dijo eufóricamente Nebot. Ellos solo crearon un enemigo imaginario puesto que los indígenas nunca llegaron al puerto principal.
Guillermo Lasso no se podía quedar atrás, en Teleamazonas manifestó: “veo tibieza de las fuerzas públicas… para defender a los ciudadanos”. Inclusive, a mi consideración, la muletilla (“prensa corrupta”) que emplea Rafael Correa en muchos de sus discursos tampoco es la más adecuada.
Nuestros políticos hacen una apología de la violencia en vivo y en directo, y mientras sus discursos moldean la opinión pública, del otro lado de la pantalla estamos los ciudadanos, que enajenados muchas veces, no interpelamos la retórica del poder político.
La deshumanización del Otro
Los seres humanos somos criaturas sociales fácilmente influenciables al grupo, de ahí que la exposición repetida y consistente al lenguaje del odio puede aumentar los prejuicios.
Cuando desde una posición de autoridad a un grupo se lo pone a la defensiva y se lo hace sentir amenazado, empieza a creer cualquier cosa, incluso creer que por eso la violencia está justificada. Si el grupo se siente amenazado, entonces es mucho más fácil que piense que las personas del otro grupo son menos humanas y sientan menos empatía.
Estas dos condiciones psicológicas pueden llevar a la violencia. Eso aplica no solo para los discursos de los políticos y sus seguidores, sino también para los policías y militares, cuyas órdenes y discursos desde arriba desconocemos, pero que dejaron varias víctimas. Tanto la ciencia como la historia sugieren que las personas se mantendrán en sus prejuicios y actuarán de la peor forma cuando se vean presionadas por el grupo, o cuando figuras de autoridad los inciten a ello.
Este proceso de deshumanización se conoce como “otrización”. El Otro pierde sus derechos como sujeto humano por el solo hecho de no pertenecer a otro grupo o ser sus adversarios, por tanto, se los despoja de su protección moral para que sea más fácil hacerles daño.
Protesta, violencia y delitos
Voy a pafrasear algunas frases que vi en redes sociales y que ejemplifican bien la intensión de este artículo. Tener afinidad por un partido político (el correísmo o de cualquier otro) no es delito, delito es la corrupción, el cohecho, robar dinero público; ser periodista no es malo, malo es mentir, manipular, difamar, desinformar, ocultar; ser indígena no es delito, delito es haber agredido al cura Tuárez porque no conjuga con una determinada afinidad política.
Tener dinero no es delito, delito es no pagar tus impuestos, explotar a tus empleados, enriquecerte ilícitamente; protestar no es delito, delito es tirar piedras y golpear a un periodista (Freddy Paredes) y dañar los bienes públicos. Ser policía o militar no es delito; delito es golpear a los manifestantes y dispararles.
La violencia tiene que ser condenada desde todos los lugares que procede. Pero para eso tenemos que evitar los sesgos cognitivos que nos genera observar la violencia solo desde ciertos lugares. En las protestas no solo estuvieron indígenas, sino ciudadanos en general, pero si se comprobara que algún indígena cometió un delito debe ser sancionado ante la ley.
De la misma forma con aquellas personas que fungieron de manifestantes para robar o saquear, sean ecuatorianos o extranjeros. Que haya sucedido no significa que todos los manifestantes lo sean, y que por eso la causa de la manifestación sea invalidada o deslegitimada, puesto que seguro muchos de los que protestaban no emplearon la violencia como dispositivo. Hay que diferenciar al manifestante del delincuente.
Los prejuicios como antesala de la violencia
Generalizar es un sesgo de nuestro psiquismo que evidencia que hemos interiorizado un prejuicio hacia determinado grupo social: los venezolanos, los indígenas, los correístas, la prensa o los periodistas, “los pelucones”, los costeños, los serranos, el gobierno. Hay que entender que no se puede introducir a todos en el mismo saco.
Cuando no se pertenece a uno de estos grupos, y hemos hecho eco de los discursos de odio, se los infravalora y todo aquel que esté dentro es merecedor de desprecio y discriminación. Así funcionamos socialmente, vamos por la vida considerándonos superiores y clasificando a la gente según nuestras ideas preconcebidas.
Aquí no caben excusas para ningún lado, la violencia no tiene justificación en el supuesto argumento de defensa ante el oponente, sea este manifestante o de la fuerza pública. Por tanto, quienes hayan agredido a manifestantes, periodistas o personal policial y militar, secuestrado a personas y dañado bienes públicos tienen que rendir cuentas a la ley, así de sencillo.
El clasismo, el racismo, el regionalismo y la xenofobia no tienen su origen en nuestros actores políticos, esto va más allá, es un conflicto endémico que no solo está dentro de nuestro país, sino que, me atrevo a decir, es parte de nuestra patológica manera de relacionarnos como seres humanos, y que si no lo corregimos pueden generar consecuencias ineludibles.
Los discursos de odio nos pone en peligro a todos, nos deshumaniza, destruye el tejido social, permea nuestras relaciones y nos deja vulnerables a las manos de una inevitable mortalidad. Ya sucedió, sucede y puede seguir sucediendo. Aún estamos a tiempo.
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