La pandemia del coronavirus ha puesto el foco, una vez más en tiempos de crisis, en la clase trabajadora: sanitarios, transportistas, barrenderos, cajeras, mozos de almacén, farmacéuticos, dependientes, limpiadoras, etc., todos ellos haciendo trabajos esenciales. Todos ellos con trabajos mal pagados.
Cada día, a las 8 de la tarde, salimos a los balcones y nos acordamos del personal médico y de enfermería, de los servicios de emergencia, de los servicios esenciales, etc. Son personas que lo están dando todo para protegernos, cuidarnos y velar por nosotros.
Pero, no por ello debemos olvidar que, no hace tanto, los gobiernos del PP, del PSOE, de CiU, han recortado en sus servicios, en sus puestos de trabajo, y fomentaron la privatización de sus servicios, en beneficio de empresas afines a sus propios intereses.
>>Lección a aplicar tras el coronavirus: menos neoliberalismo, más solidaridad<<
Pero es en estos momentos difíciles, como se está demostrando estos días, cuando resurgen los auténticos valores de la clase trabajadora: la solidaridad, la colaboración, la ética, la lucha, la transformación, el progreso… en muchos casos la utopía.
Es en esta conciencia de clase en la que se han forjado los valores de los trabajadores: el esfuerzo como aspecto imprescindible de la clase trabajadora.
La solidaridad de la clase trabajadora no se basa en la solidaridad de los que más tienen, sino en la de aquellos que comparten lo poco que tienen, la que pone en marcha mecanismos de defensa de sus intereses y de sus necesidades, la que crea comedores sociales, cuidados colectivos, etc., la que crea sus propias redes de solidaridad.
Este tipo de solidaridad sólo se da cuando eres (o te sientes) parte de una comunidad y te identificas con su cultura. Se trata de una solidaridad basada en la conciencia de clase, algo que debemos recuperar para los difíciles tiempos que se avecinan. Debemos seguir promoviendo la socialización en valores de solidaridad y progreso.
La consideración de clase trabajadora se ha basado en valores de identificación, agrupación, unificación, integración de una fuerza social, productora de redes sociales, de relaciones solidarias, de cohesión, etc.
En las últimas décadas, ya mucho antes de la crisis de 2008, los países occidentales han vivido una serie de transformaciones en su estructura social, laboral y productiva, que han alterado la composición de las clases sociales, pero también han alterado las percepciones de los sectores implicados en esas clases.
Esos cambios han estado relacionados con factores como la desindustrialización, las nuevas formas de gestión empresarial, la globalización, etc., pero, sobre todo, con la precarización de grandes sectores de la población asalariada, que define el núcleo principal de la clase trabajadora. La clase es lo que nos une, y esa unión es la que nos hace fuertes.
El filósofo Néstor Kohan señaló que “[la conciencia de clase es la] identidad cultural y comprensión política, pensada, vivida y sentida por cada grupo social sobre sus intereses a largo plazo. No se adquiere ni se logra por decreto, sino a partir de experiencias históricas, tradiciones y luchas políticas”.
En la época de las “vacas gordas” se nos ha hecho creer que muchos sectores de la clase trabajadora se habían convertido en clase media, intentando así desvirtuar su componente esencial.
El desprestigio del concepto de “clase obrera”, construido por determinados sectores políticos y medios de comunicación, lo ha convertido en algo a evitar… vale más ser de una clase media irreal que de la clase de los desarrapados.
Sin embargo, con los primeros embates de la crisis se demostró que eso era una auténtica falacia: esos sectores “crecidos” fueron los primeros en caer, junto a los sectores más precarizados de los trabajadores.
Pero también nos ha demostrado que la identificación de clase es un concepto cultural, que depende de muchos factores, más allá de las relaciones sociales de producción. Pero una cosa es identificarse como clase trabajadora (o, por qué no decirlo, clase obrera), y otra asumir que existe la lucha de clases y que es necesario superar el sistema capitalista. La primera parte es sencilla de conseguir. La segunda ya no.
Decía Alberto Garzón, en 2018, que “la clase trabajadora se define de manera subjetiva, es decir, a partir del reconocimiento explícito de identificación como clase trabajadora”. Es decir, se trata de una cuestión de identidad individual.
El concepto de “nosotros, la gente trabajadora” hace referencia a aquellos que vivimos de trabajar, y no de influencias o privilegios, de rentas o de herencias. Siempre ha existido ese concepto indefinido que algunos denominan “conciencia de clase”. Pero se trata de una forma de conciencia, el orgullo de pertenecer a una clase productiva.
La clase trabajadora existe en base a sus tradiciones, sistema de valores, ideas y formas de organización. Su fuerza reside en la solidaridad de clase, su principal arma. Se trata de una identidad cultural que nos identifica por trayectoria vital, pero también política.
Hace ya tiempo que muchos sectores políticos y económicos tienen poderosos intereses en despojarnos de cualquier sentimiento de clase trabajadora, porque es un elemento de cohesión, que nos une, que nos hace fuertes. Su concepto social ha erradicado la solidaridad, una cualidad característica de la clase trabajadora.
Además, existen diversos factores socioculturales que contribuyen actualmente a que amplios colectivos de trabajadores hayan perdido parte de esa conciencia de clase. Los principales son la precariedad y el individualismo. La precariedad ha provocado la fragmentación de la clase trabajadora, y el individualismo ha permitido romper la unidad de clase, y por tanto ha provocado que pierda su fuerza.
Y eso ha redundado en la falta de protección de los derechos laborales de los trabajadores, que se han perdido por la falta de una fuerza unida que permita ejercer la presión necesaria en su defensa.
Frente al discurso que defiende que ya no existe la conciencia de clase o la lucha de clases, conviene recordar las mareas de diferentes colores que han defendido sectores esenciales de nuestro estado del bienestar: la sanidad y la educación, puntales esenciales de ese bienestar.
La clase trabajadora está en crisis, como concepto, y el poder establecido está constantemente desprestigiando esa idea, convirtiéndola casi en un estigma social, aunque la mayoría la reivindicamos como una esencia propia.
Se trata de una crisis de identidad provocada por la presión política y los medios de comunicación, que fomentan valores opuestos a la solidaridad, colaboración o éticos que son la base de la clase trabajadora.
Se trata de una política relacionada con el mensaje de “divide y vencerás”. Lo que buscan es romper la identificación de clase de las mayorías, mediante la erosión y desprecio del hecho de ser clase obrera, en beneficio de unas élites no productivas. Se resquebraja así la defensa colectiva de clase.
Debemos recuperar muchos de los valores que han formado la clase trabajadora. Debemos ser más críticos, inconformistas, combativos, más cooperativos, solidarios, apostar por la colectividad. Debemos recuperar nuestra fuerza esencial, la de la unión de la clase trabajadora, capaz de enfrentarse a empresas, instituciones y gobiernos. La clase obrera debe ser consciente de su fuerza y desarrollarla cuando llegue el momento.
Y el momento llegará, cuando acabe la crisis sanitaria y comience la crisis económica.
Aún se está debatiendo en los diferentes parlamentos autonómicos y central, una posible reducción del sueldo y las dietas de “nuestros” representantes. Algo que permitiría destinar más recursos a combatir la pandemia.
La reducción del sueldo, teniendo en cuenta que están casi sin actividad, sería lógica. La de las dietas, teniendo en cuenta que no se están convocando plenos, debería ser obligatoria. Sin embargo, a estas horas aún no se han puesto de acuerdo.
Supongo que los ajustes sólo están destinados a un sector social… ¡solidaridad lo llamarán!