Debido a la falta de trabajo en sus pueblos, en la década de 1970 empezaron a llegar a la Ciudad de México migrantes indígenas otomíes provenientes del estado de Querétaro. Esta migración se vio beneficiada por la reciente construcción de una carretera que facilitaba el traslado hacia el centro del país.
Las mujeres se ganaban la vida vendiendo chicles, artesanías y pidiendo limosna; en el caso de los hombres, lo hacían como estibadores y cargadores en mercados como la Merced y la Central de Abastos, o como albañiles. Algunos venían con la intención de estar por una corta temporada y regresar a su pueblo, y otros con la intención de quedarse a vivir de manera permanente en la metrópolis.
Dormían en las calles de colonias como Nonoalco, Tasqueña, Mixcoac y Jamaica; unos cuantos se aventuraron a ocupar terrenos baldíos en los alrededores del estadio Azteca, o lo que hoy es la colonia de Santo domingo. Fueron tejiendo redes de apoyo entre ellos, mostrándose hostiles a la población citadina, como respuesta al rechazo que recibían de ésta.
Con los años unos cuantos lograban ahorrar una cantidad de dinero que les permitía comprar lotes en los suburbios de la ciudad, y otros lograron regularizar los terrenos donde vivían como “paracaidistas”.
En 1994, un grupo de estos migrantes empezó a ocupar un predio que quedó abandonado entre cascajo y basura a raíz del terremoto de 1985, en la calle de Guanajuato en la colonia Roma. Por un tiempo tuvieron que compartir el espacio con jóvenes drogadictos; después, emparejaron el terreno y construyeron poco a poco cuartos de madera, hule y cartón. Desde luego las condiciones de vida eran difíciles: lodo cuando llovía, enfermedades del estómago, no tenían baño, luz.
Sin embargo, de esa manera se ahorraban el pago de rentas, o dormir en la calle. Con el tiempo, y dependiendo de los ingresos de cada uno, lograban comprar muebles, estufas, refrigeradores, máquinas de coser (para fabricar muñecas).
Lo que seguía era legalizar la ocupación de tal predio, para lo cual se adhirieron a una organización popular (UPREZ) que les dio acceso a un abogado que los apoyaría en tal fin, comprometiéndose a participar en las marchas y mítines de la UPREZ. El camino no sería fácil, pues en 1997 el predio sufrió un incendio que se volvió incontrolable debido a los materiales inflamables de sus construcciones. Este suceso levantó la sospecha de haber sido intencional, con el fin de sacarlos de ahí, pues los vecinos de la colonia Roma no querían a estos indígenas.
Las autoridades ayudaron para la reconstrucción del lugar, instalando luz y agua con regaderas y baños. Sin embargo, la presión y las amenazas no cesaban; las mujeres jugaron un papel primordial en la lucha, pues eran las que iban a plantones, marchas y trámites mientras sus esposos trabajaban. Finalmente lograron la regularización del predio en el año 2001.
Se propusieron entonces construir un edificio con departamentos para todas las familias. Al pedir un crédito en el Instituto de Vivienda de la CDMX, fueron notificados de que no eran sujetos de crédito por ser indígenas; pero nuevamente se empeñaron en conseguirlo y, con el apoyo de la UPREZ, lograron que se modificara el reglamento y accedieron al crédito. En el año 2003 se terminó de construir el edificio que contaba con 46 departamentos, una sala comunitaria, una biblioteca y una sala de cómputo.
Este proceso es un parteaguas en lo que se refiere a la migración indígena a la ciudad; da muestra de la capacidad política y de organización de la comunidad otomí, así como de su tenacidad. Incluso a raíz de esto, el Instituto de Vivienda inició un programa de vivienda colectiva para familias indígenas.
Sin embargo, no toda la comunidad otomí residente en la CDMX coopera ni tiene interés en estas acciones. Incluso los conflictos al interior de la comunidad son frecuentes, ya que, por ejemplo, hubo diferencias y divisiones (aún presentes) con la distribución de los departamentos del edificio construido en la Roma. También hay discrepancias religiosas pues una parte es católica y la otra es evangélica. Otro problema interno tiene que ver con los conflictos intrafamiliares, como el alcoholismo (que reduce los ya de por sí limitados ingresos), violencia y drogadicción de los hijos.
Hay que decir también que, a pesar de habitar un inmueble en medio de la ciudad, esto no ha significado una integración de los otomíes con la sociedad urbana. La mayoría de los primeros migrantes no se expresan bien en español, pero sus hijos y nietos, educados en la ciudad, les ha sido menos complicado en ese sentido interactuar con la urbe, pues la barrera del idioma la han logrado derribar. Sin embargo, el racismo y discriminación de los habitantes urbanos es la principal causa de su aislamiento.
Las generaciones más jóvenes, al encontrarse estudiando, tienen el interés de prepararse para lograr insertarse en la vida económica y que les reditúe en beneficios para mejorar su calidad de vida. Lamentablemente, en los espacios escolares, no dejan de ser objeto de discriminación por parte de los maestros y compañeros, además de que las escuela no están preparadas para brindar educación a niños y jóvenes cuya lengua materna no es el español.
Contenido elaborado con información de Marta Romer, "La lucha por el espacio urbano: un caso otomí en la ciudad de México".