Advierto a los posibles lectores y lectoras que no soy creyente. Que la espiritualidad que a mí me guía nada tiene que ver con lo sobrenatural, sino que trata de apoyarse solo en lo humano, en su aquí y ahora, en su materialidad terrenal.
Lo advierto, porque habiendo vivido ya una vida lo suficientemente larga como para cargar en mi alforja infinidad de penas y alegrías tan diversas que nunca había pensado en vivirlas, y que hacen peso en el alma, vale decir en la razón sensible, me dispongo a escribir una anotación, que espero que a estas alturas no sorprenda a nadie.
La de la consideración que tengo de la bondad como la más alta de las virtudes humanas, muy por encima de cualquier otra. Y para remarcar con claridad lo que pienso, quiero puntualizar que me refiero a la bondad más simple, a la del corazón, a la que cualifica la mirada con la que miramos al mundo para comprenderlo. Así lo pienso. Y así he tratado modestamente de practicarlo.
Muy por encima de la inteligencia, de la constancia, de la valentía, del dominio de la voluntad, de la lealtad, de la creatividad, de la capacidad de trabajo, de la sencillez, que son, entre otras, cualidades que yo admiro muchísimo y que trato de cultivar como bien pueda en mis propios terrenos de labranza, coloco por encima de todas ellas la bondad.
Quiero añadir también, y esto es importante, que discrepo de la concepción expresada en el diccionario, que la define como “la natural inclinación a hacer el bien”. Pues poco tiene de natural si es que tiene algo. Creo y sostengo que ella es un hecho fundamentalmente cultural, propio de la humanidad que se va haciendo a sí misma. Esto es, que se fabrica en el tiempo, que es susceptible de ser desarrollada, del mismo modo que también se fabrica su oponente, la maldad, y su pariente más pérfida, que es la indiferencia.
Pienso y sostengo que, en el largo proceso de autoconstrucción humana, la densidad colectiva de la bondad, su presencia activa, su prevalencia sobre cualquier otra virtud, señala el grado de civilización alcanzado por un pueblo, por una nación o, incluso, por la generalidad de nuestra especie en su conjunto.
Pero esa bondad de corazón a la que me refiero, convertida en soporte estructural de la personalidad de un individuo o de una sociedad determinada, no es un bondad contenida o autocontenida, silenciada o autosilenciada, sujetada, apocada, circunspecta, prudente, moderada. Limada en sus aristas. No , no es esa.
La bondad que propugno y reconozco como virtud esencial del género humano, es una bondad, digámoslo así, en batalla, en una perpetua confrontación con sus contrarias, la indiferencia y la maldad, cómo queda dicho.
Es una bondad en vigilia continua, mirando, ciertamente, pero también palpando, descifrando, percibiendo y oyendo.
No es en balde que en el poema de Pondal que le sirve de himno a Galiza, se califique de buenos y generosos a los que entienden, es decir a los que oyen, las voces que vienen de abajo, de las catacumbas.
Una vez escribí un texto titulado “la maldad de las buenas gentes”. Buenas gentes que aparentan bondad, pero a las que no les mueve un pelo ante la injusticia estructural, y que con la mentira se hacen un bastón para caminar sin caerse, ciegas como son a la crueldad del mundo. Y no, no esa bondad-maldad de las buenas gentes la que propugno. Sino la bondad que sale del fondo del abismo para replantearse la vida en su integridad.
Es esa clase de bondad expresiva, colectiva, enarbolada como una bandera, la que nos hacen más humanos. Y por ello más libres. La bondad que es amor, que se hace pasión en ocasiones y otras veces se vuelve mar tranquila.
La bondad que no vuelve la vista ante el espanto, que no queda callada ante la opresión, porque el corazón que la hace latir es un corazón colectivo.
Pienso en estas cosas ahora que observo, y siento en la entrañas, la crueldad con que es tratado, calumniado y bloqueado mi país, Venezuela, por un conjunto de gobiernos occidentales que se autodenominan “democráticos”, con el consentimiento, por activa o pasiva, de una parte notable de sus gobernados.
Allí se echa de menos la humanidad necesaria para parar la máquina del odio. Se echa de menos la bondad colectiva, la bondad social. Y eso es lo que me hace sospechar que allí no hay tanta civilización como se pretende.