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La política de crispación o la crispación de la política

La extrema derecha ha arrastrado al conjunto del campo conservador a una estrategia de desgaste y odio permanente: la crispación política.

La crispación política surge en momentos en que el partido que pierde las elecciones no acepta el resultado electoral. Esto es lo peor que le puede pasar a una democracia. El gobierno no sólo es cuestionado por sus políticas, sino por su propia legitimidad democrática. No es lo mismo oponerse a unas medidas políticas que a los resultados de las urnas.

La crispación política, los debates e intervenciones subidas de tono, reflejan las tensiones entre los diferentes grupos parlamentarios. No se trata de un fenómeno nuevo. Ya hemos tenido muestras de esa crispación en otras ocasiones. La diferencia es que antes esa crispación se basaba en dos partidos políticos enfrentados, mientras que ahora se trata de dos bloques enfrentados: los partidos de la investidura frente al bloque de derechas.

VOX ha influido decisivamente en esta situación. La crispación ha dejado de ser algo momentáneo, de la pasión del debate, y ha pasado a convertirse en una estrategia de actuación. Ha hecho del discurso de odio su propia estrategia, por medio de agresiones, amenazas y su presencia constante en los debates. Los intentos de los partidos por llegar a acuerdos para acabar con ese discurso no han llegado nunca a ningún consenso definitivo.

Frente a la crispación es necesario un discurso que defienda, con claridad, los valores e ideales que la sociedad puede apreciar. Frente al discurso racista o machista hace falta más debate real sobre inmigración o feminismo.

Un problema añadido es que la crispación ya no se produce, como hasta ahora, en un sentido lineal, desde el político al ciudadano (desde el emisor al receptor), sino que se retroalimenta gracias a las redes sociales, que además actúan como una forma de “controlador” permanente de las acciones de los partidos.

Esta tensión política no se ha quedado, ni mucho menos, entre las paredes del Congreso. Por el contrario, han derivado en tensiones en la calle, que coinciden con momentos de peor crispación política. Se trata de una polarización que también ha llegado a los medios de comunicación.

Cuando las élites se polarizan y entran en conflicto, ese conflicto se traslada a la calle. La crispación política se ha convertido en una estrategia que se coordina con las movilizaciones populares, como hemos visto en las manifestaciones convocadas por VOX, similares a las convocadas por el trumpismo, además de las campañas mediáticas y en las redes.

La situación en Europa

Frente a todo este panorama, ¿cuál es la situación en el resto de Europa? Algunas democracias consolidadas han aislado a la extrema derecha, mientras que en otros países han llegado, de una forma u otra, al poder. El “cordón sanitario” sólo está vigente en una minoría de países, todos ellos muy importantes e influyentes. Pero siguen teniendo una fuerte presencia mediática y política en todos ellos.

  • En Francia se llegó a tal punto de que, en las presidenciales de 2002, incluso la extrema izquierda pidió el voto para el conservador Jacques Chirac, para derrotar, en segunda vuelta, a Jean-Marie Le Pen.
  • En Alemania, la AfD se convirtió, en 2017, en el primer partido de la oposición, con el 12,6% de los votos. Pero Angela Merkel rehusó pactar con ellos y formó un gobierno de “Gran Coalición” con los socialdemócratas. Esta situación ha llevado a diversas crisis en la formación de gobiernos en los Länder e, incluso, a la dimisión de algún dirigente del partido de la canciller, por saltarse ese cordón.
  • En Suecia, la extrema derecha obtuvo el 17,5% de los votos en 2018, por lo que hasta seis partidos tradicionales se comprometieron a no enfrentarse al gobierno de coalición en temas importantes.
  • En Bélgica, la extrema derecha (con el 18,6% de los votos) se ha convertido en una “apestada” en las quinielas a la hora de llegar a acuerdos y pactos políticos.
  • En Italia o Austria, sus democracias han permitido que la extrema derecha llegase a gobernar, apoyada por otros movimientos populistas, como ha pasado con Mateo Salvini. En Austria, el FPÖ llegó a formar un gobierno de coalición con los populares del ÖVP hasta mayo de 2019.

Cuando estos movimientos llegan al poder en Europa, siempre han modificado, en cierta medida, sus discursos sobre todo en temas como por ejemplo su antieuropeísmo y sobre el cambio climático. Sin embargo, su discurso identitario y racista se ha mantenido, así como su rechazo a la inmigración. Esto ha dejado un poso que trasciende más allá de los límites de los sectores de extrema derecha, impregnando a algunos estratos sociales.

Las posibles soluciones

Es esencial reconocer la existencia de ese fascismo, su presencia en las instituciones, y posicionarse en contra, sin ambigüedades como paso previo para combatirlo. Se trata de un problema que está afectando al conjunto de Europa, cuyos dirigentes de una forma más o menos acertada, están intentando aplicar medidas. No se puede permitir que organizaciones como VOX se normalicen en nuestras instituciones o a través de su aparición constante en los medios de comunicación.

La amenaza de la extrema derecha se ha convertido en algo real para gran parte de la población. Por eso, no podemos ceder ni un palmo en el ámbito público, institucional y social hacia sectores que promueven el odio hacia el diferente.

Para refrenar el monopolio de la extrema derecha es necesario un mensaje ágil, moderno y repleto de consignas que generen confianza a la sociedad. Es necesario usar las propias armas de la extrema derecha, pero no compartiendo sus mismas ideas; hay que romper su control sobre la narrativa populista, pero sin caer en ese mismo paradigma populista.

Es decir, debemos evitar que esos debates populistas intoxiquen el debate, arrastrando al resto a asumir esas formas de debate. La única forma de revertir esa deriva es darle la vuelta al argumento, recuperar el control del debate, del lenguaje, señalar los vacíos del discurso, demostrar sus falsedades, su “anti-españolismo”. No podemos permitir que se adueñen del lenguaje, de la bandera, de los símbolos.

El problema es que el resto de los partidos políticos, especialmente los de derechas, han aceptado bajar a ese mismo terreno fangoso, han comprado su vocabulario, patrimonializando todos esos símbolos nacionales.

Es por eso que hay que cambiar el marco y los límites del debate, invirtiendo el camino y llevando a los partidos al terreno democrático, con sus reglas de debate. Hay que debatir sus ideas emocionales con hechos contrastados, racionales y comprensibles. Un lenguaje simple, con mensajes directos, que lleguen fácilmente a la sociedad, no porque seamos idiotas, sino porque es la forma de evitar desviar la atención.

La izquierda debe buscar una forma popular y sencilla de dirigirse a la sociedad, evitando, como hasta ahora en muchos casos, el discurso de superioridad moral, que no llega a la ciudadanía y no es bien aceptado por ésta.

¿Cómo frenar la crispación? Tradicionalmente, es un fenómeno que se va rebajando porque para la mayoría de los actores implicados se trata de una estrategia agotadora, difícil de mantener a ese nivel de tensión. Pero en la actualidad hay movimientos sociales que viven, casi exclusivamente, en ese estado de tensión permanente. Se trata de tensionar, de forma constante y artificial la sociedad, para evitar el desgaste propio.

Para evitar que se desarrolle esa crispación, el elemento esencial es que el resto de los actores no participen en esa tensión y busquen un debate más racional y desapasionado. Pero es mucho más fácil tensionar que destensionar: es más fácil crispar hablando sobre golpes de estado o de delincuencia de los inmigrantes, que sobre la renta mínima, la educación o la sanidad.

Para lograr reducir la crispación, todos los actores interesados (es decir, todos excepto VOX), deberían dejar el juego y destensionar el debate.