Puigdemont, el culebrón que no cesa
La Derecha españolista no ha disimulado en mostrar su alegría tras la detención del líder catalán Carles Puigdemont en Italia, sin embargo este ya regresa a Bruselas para seguir su agenda como eurodiputado.
El culebrón Puigdemont no cesa. El trifacherío muestra su alegría por la detención del personaje en la isla italiana donde se habla catalán. En muchas casas trifachitas, con la familia al completo, del abuelo al infante, se habrá entonado el indigno pareado de mandar al exhonorable al paredón.
Pero la alegría les ha durado poco. Parece que los de las puñetas de las más altas instancias españolas dictan euroórdenes sin mucho conocimiento de causa.
Aunque no va por ahí la reflexión. El nacionalismo español, mesetario o periférico, cuenta con los medios de comunicación que conforman la opinión pública del país entero. Los nacionalismos separatistas no cuentan con medios suficientes para contrarrestar esa manipulación informativa fuera de sus límites autonómicos.
El separatismo no está en pie de igualdad con el nacionalismo español en un Estado que se autoproclama democrático. En contra de lo que piensan muchos izquierdistas, en la derecha española hay gente inteligente, solo que usa esa dote natural en perjudicar a la clase trabajadora.
Una labor inteligente fue la de intuir que ETA tenía los días contados y que seguirían necesitando apelar a la unidad del suelo patrio ante la amenaza de un separatismo violento y disgregador para que parte de su caladero de votos, el de los tibios que pendulean de derecha (PP) a centro derecha (PSOE), no migrara a mares centristas.
El trabajo de sus diputados y senadores, apoyados diariamente por los periodistas en nómina directamente o a través del sector financiero, sería el de llevar al regionalismo catalanista, cómodamente instalado en su feudo autonómico y posibilitando la gobernabilidad del Estado con su apoyo al mejor postor en el Congreso, a un separatismo cada vez más feroz y ciego.
La gota que rebosó el vaso de la infamia política, fríamente calculado por Rajoy y su equipo, fue llevar al Tribunal Constitucional un estatuto votado por el parlamento de Cataluña, aprobado por el Congreso de los Diputados y refrendado por la mayoría de los catalanes en referéndum.
Los regionalistas picaron el anzuelo, ETA estaba amortizada. Lo que nunca sabremos es si, entre las consecuencias de llevar al regionalismo catalán a un callejón sin salida, contemplaron la posibilidad de que alguna facción separatista se echara al monte.
¿Y por qué me atrevo a exponer esta idea que a muchos les parecerá descabellada, o a los más benevolentes, peregrina?
asumió perpetrar el mayor acto de cobardía en la historia del nacionalismo catalán; tras convocar un referéndum ilegal en el que llevó a su pueblo a enfrentarse con papeletas como única arma contra unas fuerzas y cuerpos de seguridad embravecidas con el “¡a por ellos!” de los nacionalistas españoles, lo dio por ganado, a pesar de celebrarse sin ninguna garantía de limpieza democrática.
Ese acto cobarde fue proclamar unilateralmente, en sesión solemne, la República de Cataluña para suspenderla acto seguido. Las caras de incredulidad de los separatistas, retransmitidas en directo, eran dignas de compasión por muy contrario que se fuera al nacimiento de una pequeña nación abocada al bloqueo de todos sus vecinos.
La derecha españolista, que lo es toda la derecha española, tenía en sus manos la desaparición del separatismo catalanista. A sus asalariados de los medios de conformación de la opinión pública les habría sobrado con veinticuatro horas para mostrar al pueblo catalán que sus dirigentes habían usado su sacrifico personal y colectivo en vano, que llegada la hora de mantener el pulso definitivo con el Estado se echaron atrás.
Se repetía Tsipras en Puigdemont, ganar un referéndum desafiante contra la entidad opresora para después asumir la derrota sin el menor atisbo de lucha.
Pero a la derecha no le conviene que desaparezca el separatismo. Derrotado, sí; desaparecido, no. Lo necesita para agitar el peligro inexistente de la rotura de la unidad de España.
Sabe que con agitar la bandera, sonar el himno y narrar la epopeya llevará a sus votantes como corderos sumisos a las mesas de votación para seguir perpetrando el latrocinio con su trasvase del dinero público a los bolsillos privados, amén de devolvernos al nacionalcatolicismo del que procede.
La nueva aparición en escena del exiliado Puigdemont reverdece el compromiso de los votantes con los partidos del trifachito, la euforia españolista se alimenta del odio a un personaje que asumió la derrota de la locura nacionalista.
O tal vez quiso evitar la balcanización de Cataluña, aunque eso lo debían haber visto él y sus compañeros de viaje antes de lanzar al valiente pueblo catalán a varios años de represión del Estado.
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