Los orígenes geoestratégicos del conflicto: la política de seguridad “común”
Rusia es un imperio que ha venido a menos y que, como muchas otras grandes potencias, está inmersa en una serie de procesos derivados de esta crisis. Como señala el periodista Rafael Poch, “estamos en el momento más peligroso desde la crisis de los misiles de Cuba de 1962”.
Esa peligrosidad la podemos apreciar en el intercambio de veladas amenazas nucleares entre los líderes rusos y americanos, incluso antes de que empezase la invasión, algo que no había pasado, tan abiertamente, desde la crisis de 1962.
Podemos afirmar que la situación es peor que durante la Guerra Fría, en los años 1960-1970, porque estamos en unos momentos de ausencia de acuerdos sobre el control de armamento nuclear. La estructura de los acuerdos de desarme que existía ha desaparecido, como consecuencia de la progresiva retirada de los Estados Unidos de todos ellos.
El último fue el tratado INF (firmado en 1987 por Gorbachov y Reagan), que Donald Trump denunció en 2019. El Tratado INF (que se conoció como el tratado de los “euro-misiles”) representó un punto de inflexión en las relaciones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, contribuyó de forma decisiva al final de la Guerra Fría y desde su firma ha sido considerado como una de las piezas fundamentales para la estabilidad y seguridad internacional, Por tanto, el peligro de toda esta situación es evidente.
El primer factor a tener en cuenta tiene un origen histórico, y es el cierre en falso de la Guerra Fría, que ahora nos está pasando una incómoda factura. La historia nos ha enseñado que el ninguneo de las potencias derrotadas siempre ha tenido terribles consecuencias para Europa. Es lo que sucedió, por ejemplo, con Alemania tras la Primera Guerra Mundial o con Rusia tras la revolución de 1917.
Estos ejemplos parece que se tuvieron en cuenta tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se trató a la derrotada Alemania de forma muy diferente, aunque eso conllevó también algunas carencias: una escasa desnazificación, sin que se pidieran responsabilidades por la guerra y los crímenes.
El final de la Guerra Fría supuso la retirada incondicional de uno de los contendientes: una victoria occidental que no costó un conflicto. Pero conviene recordar que por su escala y consecuencias para el mapa de Europa y la correlación global de fuerzas, tuvo unos efectos comparables a los dos conflictos mundiales: nacieron 22 nuevos estados y Rusia abandonó todos sus territorios de expansión histórica. También hubo toda una serie de promesas y acuerdos contrarios a la expansión de la OTAN hacia el Este (que no se han cumplido).
Sin embargo, la respuesta occidental fue regresar a la práctica de excluir al derrotado de la toma de decisiones, tratándolo a base de imposiciones y sanciones, basadas en un concepto de “seguridad común” que se acordó en París, en 1990 (la Carta de París sobre la seguridad europea).
En 1991, con el Pacto de Varsovia ya disuelto, la OTAN decidió mantener sus políticas de expansión y globalización.
Esto traicionaba los acuerdos firmados, en los que se establecía que la seguridad continental debía ser un asunto integrado: la seguridad de unos no debía menoscabar la seguridad de los otros. Sin embargo, se puso en marcha un sistema de seguridad europea que no sólo excluía a Rusia, sino que iba contra Rusia.
Todo esto fue posible porque Rusia estaba muy debilitada y el marco geoestratégico de su territorio era muy inestable. Sin embargo, como se ha comprobado posteriormente, esa debilidad rusa era totalmente transitoria. En este contexto, por tanto, ¿Quién iba a tomarse en serio las quejas de Rusia sobre el nuevo estatus internacional?.
Fue en este período cuando se gestaron los planes de la OTAN para expandirse hacia el Este, aunque “vendiendo” la idea de que no iba contra Rusia, como argumentó en Moscú Javier Solana, que fue alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (1999–2009).
Todo esto responde al interés de los Estados Unidos de continuar controlando Europa, a través de la OTAN, que se ha convertido en “el instrumento de dominio político-militar de Estados Unidos en Europa”, como señaló en los años 1960 Charles De Gaulle. Los Estados Unidos necesitan controlar el teatro político europeo para seguir manteniéndose como potencia mundial: si no se implica al aliado europeo, pierde protagonismo como potencia, especialmente frente al adversario chino.
Con su expansión hacia el Este, la OTAN ha creado las amenazas y tensiones que justifican su propia existencia, de forma que se ha ido retroalimentando.
En este contexto, la pérdida de control sobre algunos de las antiguas repúblicas ex-soviéticas supone, tanto para Rusia como para Estados Unidos, la falta de una zona “neutral” entre las políticas occidentales y las políticas rusas en la zona. Rusia considera esa zona como una esfera de intereses exclusiva, y así se ha convertido en un elemento de continuidad en la política de Moscú: la inclusión de Rusia en su esfera de interés representa un pilar fundamental en el mantenimiento de la capacidad de influencia de Rusia en la Europa Central y los Balcanes.