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¡Qué bello es vivir sin mascarilla!

Corría finales de mayo de 2020, cuando el Gobierno adoptó la medida del uso obligatorio de la mascarilla en espacios cerrados. Ese mismo día, entré en la carnicería con una mascarilla quirúrgica.

No llegué ni al minuto cuando tuve que salir fuera y bajármela ante la inminente certeza de que estaba a poco de perder la conciencia. La carnicera, amiga de la infancia, se asustó. Hice la compra desde la puerta.

Al día siguiente me tocaba comprar en el supermercado y seguí la misma rutina. Al poco de entrar, una de las trabajadoras me preguntó si me encontraba bien, a lo que le respondí que me estaba mareando. Me pidió que por favor me quitara la mascarilla, que tampoco era cuestión de desmayarse en plena tienda. Al salir decidí llamar al médico para ver si existía alguna alternativa o tipo de mascarilla que no me produjera esto.

El médico me dio un justificante en el que explica (por encima) que mi intolerancia a la mascarilla me impide usarla. Utiliza palabras técnicas y especifica qué me ocurre en caso de hacerlo (algo personal que no me apetece compartir de manera pública).

Las maravillas de no poder usar mascarilla

Desde que adoptaron la obligatoriedad de usar mascarilla en la calle, tengo la gran fortuna de escuchar comentarios como “que suerte tienes que no puedes usar mascarilla“. No voy a mentir, al principio lo entendía, si yo lo he pasado mal en estos calurosos días de verano, llegaba a hacerme una idea de cómo estaban los demás. Pero con el tiempo, esa frase ha perdido veracidad.

No tiene nada de maravilloso no poder usar mascarilla, todo lo contrario, casi tres meses después me encuentro a riesgo de sufrir desde un ataque de ansiedad, a una crisis emocional.

Siendo sincera pensaba que mi mayor problema lo tendría con la policía, pero no, lo que más estrés me produce es parte de la sociedad. ¿En serio, qué nos está pasando? ¿En vez de volvernos más empáticos nos hemos vuelto en auténticos energúmenos?

Un día normal sin mascarilla

Es verdad que aunque no pueda usar mascarilla, puedo potenciar otras medidas. Evitar por ejemplo los espacios cerrados (dentro de lo posible), guardar las distancias (tendríais que verme por la calle, parece que voy de rally), evitar el transporte público y no irme de vacaciones, entre otras.

Pero llegado septiembre he vuelto a trabajar y eso me impide mantener las medidas que hasta ahora no había tenido problemas para cumplir. Os voy a contar mi día a día para que veáis lo maravilloso que es ir por la calle sin mascarilla.

El despertar

Me despierto entre una hora y media hora antes de que suene el despertador. Lo primero que hago es darme cuenta de lo mal que he pasado la noche. Esa sensación de haberte pasado toda la noche dando vueltas, sin descansar la cabeza. Mi primer pensamiento es negativo (¡mierda, ya es de día!) , sé lo que me espera. Y soy consciente de que mi estado de ánimo es de principios de ansiedad, estoy muy nerviosa y me cuesta respirar con normalidad.

Después de prepararme y desayunar, me despido de mis peques y les deseo que disfruten del día. Antes de salir del portal, saco un cigarro y lo enciendo en la calle. He comprobado que si voy fumando, desciende bastante el número de personas que me miran mal. Tristemente es un instante de alivio.

Desde mi casa hasta el autobús tengo unos quince minutos andando. A mitad de camino ya no queda cigarro. Llego a la parada y me siento en una zona alejada de los demás. Me enciendo otro cigarro y salseo en Twitter, siempre hay alguna maSScotilla que me hace desconectar de la realidad de mi día a día.

Viajar en transporte público, una experiencia desagradable

Cuando llega el autobús entro la última y estoy toda la cola cruzando los dedos para que me toque uno de los conductores majos. Desde el 1 de septiembre he descubierto diferentes tipos de conductores. Por un lado están los indiferentes, entro les enseño el justificante, les explico un poco por encima y hacen un gesto neutro que me hace dudar entre si me ha oído o no quiere explicaciones (sé que no las tengo por qué dar).

Luego están los bordes, ese que me mira (con mala cara) y me hace un gesto de “¿y qué quieres que te diga? Si por mi fuera ni entrarías, pero yo no decido“. Con ese he vuelto hoy de trabajar, me han dado ganas de dejarle claro que dudo de si yo le produzco más asco a él, o él a mi.

Y para acabar, los majos. Aquí he conocido a dos, uno me mira con empatía, me sonríe (ese tipo de sonrisa que te hace sentir que todo va bien), y el otro casi me hizo llorar de emoción. Según acabé de darle la explicación, me dijo que si alguien me decía algo en el autobús que le mandara a donde él. En serio, estoy in love con ese hombre.

En el centro de trabajo

Cuando llego al centro de trabajo no es que la cosa mejore. Por mi intolerancia a las mascarillas, no puedo tener contacto con alumnos (obvio, yo misma me he negado desde el minuto uno). Desde el 1 de septiembre estoy intentando que la Delegación de Educación me dé una solución.

He hablado con personas que ocupan diversos cargos, tanto en Educación como en Sanidad, pero hasta hoy nadie me había dado una solución concreta. Nadie sabía qué hacer conmigo, hasta que hoy el sindicato me ha dicho con quién tenía que hablar y qué tipo de informe me tenía que hacer. Porque sin ese informe, el médico de cabecera no puede tramitarme la baja.

A todo esto, sumarle la presión que supone saber que por culpa de mi situación, un alumno no tiene educadora. Sabiendo encima el estrés que está suponiendo para mis compañeras de trabajo, este principio de curso sin material de protección. Porque en Euskadi, hay muchas ikastolas que no han recibido material de protección.

En el centro que estoy yo, por ejemplo, las mascarillas y demás material de protección lo ha comprado el centro con el dinero que tiene para material escolar. Un auténtico desastre.

Salir a la calle y ver a la gente

Para acabar lo que para mí está siendo rutina los últimos meses, os contaré la gente tan agradable con la que me cruzo a diario. Siempre que salgo a la calle tengo malas miradas. Recuerdo a una señora que se negó a subir conmigo en el ascensor público y pretendía que me quedara esperando hasta que pudiera subir sola.

En ese mismo ascensor conocí a un señor que según entró se puso enfrente mío y con semblante y tono serios me dijo “¡tienes que llevar mascarilla!“. Lo gracioso fue cuando después de decirle que no podía usarla, le expliqué que la que llevaba él se conocía como la mascarilla insolidaria (la que solo protege al que la lleva). No olvidaré fácilmente su cara, ni tampoco las risas del resto de los que iban en el ascensor.

Pero la mejor, sin duda, es la que encontré en la carnicería. Un día, entré y salió la cocinera a hacerme una consulta, mientras la carnicera estaba atendiendo a un cliente. En la puerta había una señora, me sonaba del pueblo, había sido profesora de una de las ikastolas del pueblo. Mientas que la cocinera me preguntaba qué medidas se iban a tomar en Educación (su hijo empezaba este año), la clienta de la calle preguntó si se podía pasar.

La cocinera con tono sorprendido, le dijo que por supuesto y le explicó que la carnicería era lo suficientemente grande para albergar a cuatro personas con más de dos metros de distancia entre ellas. A lo que la clienta añadió “¿pero con mascarilla, no?“. La cocinera no se percató, pero yo me di cuenta que lo decía por mí. Le dijo que sí y la clienta volvió a preguntar si esa norma era para todos (poniendo énfasis en esta última palabra). Le respondió con un “sí claro, todos”. Yo le miré y le dedique una sonrisa cínica. No sabéis la rabia que me da que hablen de mí como si no estuviera.

Entiendo la situación

Sé en qué situación estamos, entiendo el nerviosismo con el que vivimos. No en cambio que se use eso como excusa para creernos tan capacitados, moral e intelectualmente, como para juzgar al que no conocemos. Sé también que hay un grupo antimascarillas, incluso que niegan que el coronavirus sea real. No pertenezco a ese grupo y no merezco ser tratada como tal.

Tenía la esperanza que esta situación nos hiciera reflexionar como sociedad, ser más empáticos con el de al lado, ver la importancia de tener un sistema público fuerte y exigir al Gobierno que lo refuerce y que gestione como debe esta situación. Pero no, en vez de eso, nos hemos vuelto más egoístas, más crueles… si en pleno confinamiento querían marcar a personas autistas, para que no les increparan desde los balcones.

Al final tendré que darle la razón a mi amona (abuela en euskara) quien siempre me repetía las hostias que me iba a llevar por ver siempre lo bueno que puede aportar la gente.

Esta carta no pretende ser un ejemplo de nada, solo ha sido una vía de escape a una situación que aunque haya peores, necesitaba contar.
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