La “normalidad democrática” en España brilla por su ausencia
Vivimos en un país de extraños contrastes y paradojas, y dos noticias juntas se entienden mejor. El mismo día que en la policía entraba en la Universidad de Lleida a detener a un rapero, en Madrid se producía una manifestación en homenaje y conmemoración de las “gestas” de la División Azul.
Vivimos en un país de extraños contrastes y paradojas, y dos noticias juntas se entienden mejor. El mismo día que en la policía entraba en la Universidad de Lleida a detener a un rapero, en Madrid se producía una manifestación en homenaje y conmemoración de las “gestas” de la División Azul y, por encima de todo, de exaltación del fascismo y del nazismo.
El primer hecho provocó una oleada de indignación y movimientos sociales que fueron duramente reprimidos por la policía. El segundo contaba con la autorización y el beneplácito de las autoridades, y la policía sólo se presentó para escoltar a los fascistas.
Se trata de unos comportamientos completamente anómalos en una democracia, que no pasan desapercibidos entre el conjunto de la sociedad. Pero tampoco pasan desapercibidos en el resto del mundo, que comienza a ver que la “normalidad democrática” española se acerca más al mito que a la realidad. Y por eso comienza a cuestionarse la “modélica Transición” española que ni rompió con el pasado, ni permite avanzar en la democracia.
No es la primera vez que en España se procesa o condena a artistas, periodistas, músicos o usuarios de las redes sociales: César Strawberry, Willy Toledo, Valtonyc, Casandra Vera, los raperos de La Insurgencia, los titiriteros de Madrid, el “Coño Insumiso”, Evaristo (cantante de La Polla Records), Toni Albà, Jordi Pesarrodona (por su nariz de payaso), o El Jueves por su portada sobre la familia real… son sólo algunos ejemplos de esta situación.
Una situación que ha llevado a que España sea el país con más artistas encarcelados en el año 2019, según la FREEMUSE, una organización internacional que defiende el derecho a la libre expresión artística: 14 artistas en prisión, por delante de Irán, Turquía o Birmania, la mayoría por criticar al gobierno o la casa real, o por un “mal uso de las leyes antiterroristas”, cuya ambigüedad permite a los gobiernos procesar a artistas con acusaciones de enaltecimiento del terrorismo.
Pero también tenemos el fenómeno de la censura “por motivos religiosos”, en el ámbito artístico, que contrasta con la idea de la separación iglesia-Estado. Esta ONG destaca que el nacionalismo y el populismo han provocado un rápido crecimiento de las restricciones a las expresiones artísticas y la libertad de expresión, con un importante menoscabo de ese derecho.
Desde la crisis (¿estafa?) de 2008 existen motivos más que sobrados para salir a la calle a protestar. Y desde entonces vemos, cada día, más ejemplos de la violencia policial ejercida contra la sociedad: desahucios, huelgas laborales, manifestaciones independentistas, etc. Pero también vemos todo lo contrario: la connivencia de esa misma policía con las manifestaciones de “cayetanos”, de la extrema derecha, etc.
Pablo Iglesias señaló hace unos días en una entrevista que “en España no hay una situación de plena normalidad democrática”, y no le falta razón. Pero, casi de inmediato, numerosos dirigentes del PSOE mostraron su desacuerdo con esa expresión.
La normalidad democrática en España hace tiempo que brilla por su ausencia, cuando por una pelea de bar te pueden aplicar la ley antiterrorista, se censura la libertad de expresión o existe un delito como “injurias a la corona” que impide criticar las malas praxis de esa institución. Se trata de actuaciones que tienen, en buena parte, una base “legal” (que no “justa”), pero que no son permitibles en una “democracia plena”.
Otros aspectos escandalosos de estos procedimientos son, por ejemplo, la discrecionalidad de su aplicación en casos calificados de “delitos de odio” o “enaltecimiento del terrorismo”, como pasó en Alsasua por una pelea de bar. Unos calificativos que no se han aplicado cuando grupos de extrema derecha han sido detenidos con un arsenal de armas de fuego en su poder, o cuando han proferido amenazas de muerte contra personas o colectivos.
En esta situación, el papel de los medios de comunicación sirve, en el mejor de los casos, para justificar y validar la situación de represión y miedo creado desde determinadas instituciones (que se supone que deben defender los derechos y libertades de los ciudadanos), pero que podríamos decir que son “tuertas” a la hora de mirar sus actuaciones.
Esta deriva autoritaria se ha ido introduciendo paso a paso, desde que estallase la crisis y todas sus consecuencias. En 2015 se aprobó una serie de normativas que, popularmente, han pasado a conocerse como “Ley Mordaza”, que han servido de base para, incluso, iniciar procesos judiciales por el contenido de un tuit. El gobierno PSOE-UP prometió derogar estas leyes, pero, de momento, ahí siguen, sobre todo por las reticencias del socio mayoritario del gobierno.
Tras el enésimo ataque a la libertad, como siempre, ha habido un nuevo estallido de cólera en las calles. Los medios de comunicación han reproducido imágenes sin fin de los disturbios provocados por grupos de manifestantes incontrolados, quemando contenedores, rompiendo escaparates, arrancando mobiliario urbano.
Los disturbios han sido graves, pero hay que considerar dos elementos. En primer lugar, la prensa ha magnificado esos disturbios, de forma que los contenedores quemados se han convertido en los mártires, con un ruido mediático mucho más importante del que provoca el desahucio de una familia vulnerable o la pobreza infantil. Y, desde luego, mucho menos mediático que los gastos que la huida del “emérito” nos está costando a la ciudadanía o las sucesivas regularizaciones de su patrimonio, más que opaco.
Y también la judicatura ejerce su papel, que se sirve de los elementos legales más represivos para aplicarlos contra los manifestantes, aplicando incluso la legislación antiterrorista, aunque posteriormente esas acusaciones queden en agua de borrajas ante los tribunales, como sucedió en el caso de Tamara Carrasco.
El “síndrome Sherwood”
Todo esto ha venido aderezado, desde hace un tiempo, con el descubrimiento del denominado “síndrome Sherwood”, una estrategia policial, desarrollada por el comisario de los Mossos d’Esquadra David Piqué, utilizada por muchos estados, entre ellos algunos de los más represivos del mundo. Se trata de una forma de buscar la confrontación para justificar la posterior represión y dañar, en todo lo posible, la imagen pública de los manifestantes.
En esta fase, los manifestantes atacan a la policía con todo lo que tienen y que se les ha dejado tener, realmente se están defendiendo, pero no lo parece. Han sido acorralados. La violencia entre agentes y manifestantes estalla, se personaliza y se descontrola. Es lo que se quiere. Comienzan a aparecer víctimas inocentes (…) cualquier indicio de resistencia es contestada con contundencia exagerada y detenciones masivas. (David Piqué).
La situación de represión, en bien del “orden público” ha llegado al punto que el derecho de manifestación ha pasado a ser cuestionado, recortado y criminalizado, incluso socialmente. Cualquier tipo de manifestación pasa por el cedazo de la violencia que se ejerce contra aquellos que se salen de la norma social. En definitiva, se trata de la criminalización de cualquier movimiento social que ponga en cuestión el modelo de “convivencia” actual, que se oponga al modelo desarrollado desde la Transición.
El “síndrome Sherwood” se utiliza para provocar abiertamente los disturbios, con la finalidad de conseguir dañar la imagen pública de los manifestantes y criminalizar tanto su protesta como su persona. Es decir, que no tiene nada que ver con el mantenimiento del orden público, pero que pone en peligro a todos los actores implicados: a los manifestantes, pero también a la ciudadanía en general.
Se trata de una actuación policial con un componente únicamente represivo, sin más consideraciones morales o éticas, en la que se considera como un “enemigo” a cualquiera que se salga de la norma establecida, de la homogeneidad impuesta por determinados sectores hegemónicos.