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Atentado 11S: la guerra debía continuar

Los hechos del 11S le sirvieron a EEUU para sostener el complejo industrial militar que estaba por caer en bancarrota.

Hay acontecimientos que marcan una época, el 11S es uno de ellos. Su fuego mortal expansivo todavía abrasa cuerpos inocentes, ya no en Nueva York sino en los países de mayoría musulmana; su negro humo asfixiante ahoga las libertades de los pueblos de las naciones desarrolladas.

El hundimiento de la URSS no le vino tan bien al complejo militar-industrial de la que se arrogó el papel de la nación gendarme del mundo. Los pueblos de los Estados enrolados en la OTAN cayeron en la cuenta de que esta organización criminal ya no tenía razón de existir, el enemigo que propició su siniestro nacimiento había muerto.

El paréntesis de muerte y desolación de Yugoslavia no solucionaba el descenso de los beneficios de la industria militar, y los comunistas asiáticos pillaban muy lejos del Atlántico. A Cuba había que soportarla.

Las cabezas pensantes, verdaderos halcones ávidos de sangre y dinero, se pusieron a buscar en el planeta globalizado a un enemigo que hiciera remontar las ganancias del complejo industrial militar.

Y hay quien apunta a que ya en 2001 los de la Trilateral y Bilderberg sabían que no faltaba mucho para que la ingeniería financiera reventara, arrastrando con ella a la economía productiva, lo que conllevaba a posibles revueltas en los países ricos, las clases medias se proletarizarían y muchos no tendrían nada que perder.

Los halcones dieron con la tecla, sabían de la animadversión que siente el populacho occidental por el islamismo. Habían conocido el fanatismo de los islamistas que habían luchado en Afganistán o Bosnia contra la sociedad comunista, esa sociedad que ponía en pie de igualdad a hombres y mujeres, en la que no se practicaba la caridad sino que se reconocían los derechos a una vida digna.

La prensa se encargaría de obsesionar a la opinión pública con que existían unos yihadistas dispuestos a extender el islam a sangre y fuego por toda la faz de la tierra, y esta vez no se conformarían con Al-Ándalus, arrasarían Europa hasta llegar a Islandia.

El enemigo estaba marcado, pero habitaba en tierras lejanas. La yihad no arrancaba, europeos y norteamericanos no parecían tomarse muy en serio lo que la prensa decía. Los más peligrosos desde hacía años eran los palestinos, pero ya llevaban décadas centrados en fastidiar a Israel en su propio territorio, no cometían actos terroristas en territorios ajenos.

Como anillo al dedo, tras varios años de espera, catorce saudíes, dos emiratíes y un libanés comandados por un egipcio deciden que hay que golpear a los Estados Unidos en su propio territorio, se acabaron las bombas en embajadas norteamericanas u hoteles en el Tercer Mundo.

Eligen el 11 de septiembre de 2001, el día que alguien dice que quedó en suspenso la defensa del espacio aéreo estadounidense. El día en que, alguien dice, un torpe aprendiz de vuelo de avioneta de recreo efectuó una maniobra que muy pocos pilotos experimentados son capaces de realizar, si no es después de varios intentos. El día en que la BBC británica anticipó bastantes minutos antes, la caída sorprendente del tercer edificio.

Independientemente del crédito que merezcan los llamados conspiranoicos, la matanza de neoyorquinos le vino muy bien a la economía estadounidense, y muy mal a los derechos y libertades de la ciudadanía. Las leyes contra los Derechos Humanos aparecían una detrás de otra, como en caída libre, igual que los trabajadores que se arrojaban de las Torres Gemelas presas del pánico.

Recién derrotada nuevamente las tropas yanquis en una nación asiática, muchos nos seguimos preguntando por qué señalaron los halcones a Afganistán y no a Arabia Saudí, cuna de la inmensa mayoría de los supuestos terroristas del 11S, ¿por cortar el camino al gas ruso o por controlar la amapola?

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